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domingo, 23 de diciembre de 2018

Comentarios al Evangelio de Nochebuena o Misa del Gallo (24 de diciembre) – Ciclo C- por Monseñor Joao S. Clá Dias, EP*

[…] Gloria a Dios en las alturas…
Sí, la mayor gloria que la humanidad y los propios cielos podrían darle a Dios, se realizó en el grandioso nacimiento del Señor. Toda la creación –incluida en ella la Santísima Virgen- reunida en un solo coro, jamás prestaría a Dios la alabanza que surgió con el Niño Dios en su nacimiento. Antes de haber sucedido, los cánticos de todos los seres eran débiles y sin eco. Con la venida de Cristo, causa meritoria y eficiente de nuestra divinización, toda la obra de la creación alcanzó un nivel inimaginable. Y convirtiéndose Jesús en centro y modelo, no apenas el cántico pasó a ser otro, Él también comenzó a cooperar en la infinita glorificación que el Padre desea le sea tributada. La humanidad adquirió como cabeza y sacerdote el propio Cristo que, sólo por su nombre da toda gloria a Dios.
Aquel Niño en el pesebre, desde su primer momento y a lo largo de su vida, en sus palabras, obras y sufrimientos, no quiso nada más que ser instrumento para servir, alabar y glorificar a Dios.
Tanto más noble será el hombre, cuanto más se considere creatura de Dios y de este principio saque todas las consecuencias, dándole a su vida un entero ordenamiento. De allí nacerán las más bellas virtudes. Ahora bien, viniendo esta noche al mundo, el Niño, desde su abrir de ojos, siempre ha sido sumiso a Dios, en la completa justicia, equidad y perfección. Incluso sin tener en cuenta el carácter expiatorio de su Encarnación, ya es insuperable la gloria que se elevó a Dios, partiendo de aquella gruta de Belén.
Paz en la tierra…
En armonía con este “Gloria a Dios en las alturas”, el Niño vino a traer la paz a los hombres. Sí, Él nos reconcilió con Dios, nos enseñó a conocer bien y amar el Padre, como nuestros hermanos y, muriendo por todos y cada uno, nos invitó a la santidad. Nuestro fin último se hizo claramente explícito, como también quedó indicado cual debe ser el gobierno sobre nosotros mismos y sobre las criaturas.
Una vez más, aproximémonos al Pesebre y adoremos el Niño, Príncipe de la Paz, y oigamos la voz de Isaías: “Como son bellos sobre las montañas los pies del mensajero que anuncia la felicidad, que trae las buenas nuevas y anuncia la liberación, que dice a Sión: ¡Tu Dios reina!” (Is 52, 7). Él el autor de la gracia santificante, sin la cual “no puede haber verdadera paz, sino una paz aparente” [6].
Es la invitación esencial para el mundo de hoy agredido por las guerras, catástrofes y amenazas: arrodíllese y, junto con María, José y los pastores, oiga la salutación de San Pablo: “El mismo Señor de la paz, os dé la paz, siempre y en todo lugar” (2 Ts 3, 16).
[6] Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, II-II, q. 29, a. 3, ad. 1.
(Monseñor Joao S. CLÁ DIAS, EP  in “Lo inédito sobre los Evangelios” Volumen III, Librería Editrice Vaticana)
Texto original completo (portugués) en: Comentários ao Evangelho da Missa da Noite do Natal do Senhor – Ano C – Lc 2,1-14
*Fundador de los Heraldos del Evangelio