Nuestro Señor se nos presenta en el Evangelio del tercer domingo del Tiempo Ordinario como el Profeta por excelencia, rechazado por los suyos a causa de su menguada fe.
El odio mortal de
los nazarenos al verse invitados ad
maiora por el divino Maestro y, al mismo tiempo, reprendidos por Él, nos
parece, a primera vista, una reacción ex abrupto sin aparente motivación. Sin
embargo, tal impresión no corresponde a la realidad. La mediocridad es una
enfermedad espiritual grave, cuyos efectos devastadores se revelan en el
episodio narrado por San Lucas. Entre ellos se encuentra que el mediocre pasa
de la acedia al odio contra Dios.
La mediocridad es la
gran enemiga de la magnanimidad, virtud ligada a la fortaleza que manifiesta
con especial fulgor la inmensidad del poder y del amor de Dios. En su vida
pública, Nuestro Señor se presentó como la Grandeza encarnada, dejando ver de
modo rutilante la sobrenaturalidad de su misión y su origen divino: se trataba
del Verbo engendrado por el Padre, desde toda la eternidad, y hecho hombre en
el seno virginal de María Santísima. Y la cruz fue el precio pagado por el Hijo
de Dios por haber osado brillar de esa forma a los ojos de hombres hundidos en
el pantano hediondo y emoliente de la mediocridad.
Una preparación para la lucha
Considerado así, el
Evangelio de este domingo constituye una preparación para la lucha. El
enfrentamiento entre la espada de la verdad y la furia bestial de la
mediocridad muestra con claridad que el apostolado se desarrolla en un campo de
batalla en el cual los enemigos más feroces pueden ser los que, en apariencia,
se presentan cuerdos y pacíficos.
En este sentido, el
apóstol católico ha de tener la mirada interior encendida, vigilante y
atildada, lista para reconocer a los que escuchan las verdades rutilantes del
santo Evangelio con auténtica admiración y, por el contrario, identificar a los
que desean permanecer adormecidos en la noche de sus pecados, quienes se
convertirán en sus más terribles adversarios.
Lleno de coraje,
como imitador de la Sabiduría encarnada, debe incentivar a los buenos y
reprender a los malos, consciente de las consecuencias que vendrán: el odio, la
lucha, el riesgo y, a menudo, el martirio.
Las «Nazaret» de nuestros días
El mundo de hoy
yace, en gran medida, bajo la tiranía de la mediocridad. El «pan y circo» de
los romanos decadentes continúa siendo, en versión moderna, la moneda con la
que el mundo compra la ceguera voluntaria de las multitudes. Dinero, diversión,
placer, comodidad, avances tecnológicos y otras vanidades llenan las
expectativas miopes de millones de personas que, cuales nuevos Esaú, renuncian
a volar sobre los nobles y arduos horizontes de la fe a cambio de un banal
plato de lentejas. De ellos dice San Pablo «que andan como enemigos de la cruz
de Cristo: su Dios es el vientre» (cf. Flp 3, 18-19).
El resultado de tal
prevaricación está ante nuestros ojos: ¿cuándo se presenció en la Historia de
la humanidad una crisis moral más dramática y devastadora que la de nuestros
días? Los mandamientos divinos, sin excepción, son profanados de la forma más
innoble por parte de las masas inertes, esclavas de la mediocridad.
No podemos, sin
embargo, desanimarnos, pues la verdad será la vencedora.
Plinio Corrêa de Oliveira en el año 1933 |
Al dejarse inmolar en la cruz y resucitar glorioso,
Nuestro Señor hirió de muerte la mediocridad e hizo que surgiera en su Iglesia
una estirpe de héroes capaces de las más santas audacias a fin de implantar en
el mundo la obediencia a la ley divina. Sí, una miríada de hombres y mujeres
fueron capaces de, con desprecio por los mezquinos acomodamientos mundanos, dar
la vida para convertir esta tierra en una imagen del Cielo y conquistar la
eternidad. Por eso podemos afirmar, parafraseando un pensamiento del Prof.
Plinio Corrêa de Oliveira, que «la sonrisa escéptica y resentida de los
mediocres nunca logrará detener la marcha victoriosa de los que tienen fe».
En actitud diametralmente opuesta a la locura asesina de
los nazarenos, somos invitados hoy por el divino Maestro a formar parte de esa
cohorte radiante y magnífica de los que lo siguen por el camino sangriento del
Calvario, con la firme certeza de la victoria final.
La Santísima Virgen prometió en Fátima: «¡Por fin, mi
Inmaculado Corazón triunfará!». Hagamos de estas palabras nuestro estandarte de
guerra y combatamos por Ella las batallas del apostolado, sabiendo discernir la
acción de la gracia que, en medio del lodazal moderno, va haciendo que germine
un lirio albísimo e incontaminado. Ese lirio será capaz de vencer con su fulgor
irresistible las tinieblas de la noche y de domar con su pureza militante el
furor de la tempestad. De él nacerá el orden sacral, jerárquico y altamente
perfecto del Reino de María. ◊
Fuente:
Monseñor João S. Clá Dias, EP in “Lo inédito sobre los Evangelios” Volumen V,
Librería Editríce Vaticana.
Monseñor João S. Clá Dias, EP
es fundador de los Heraldos del Evangelio.
Se autoriza su publicación
citando la fuente.
En la foto destacada: Los
nazarenos atentan contra el Señor – Biblioteca del monasterio de Yuso, San
Millán de la Cogolla (España).
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