El hombre fue hecho para Dios, y no Dios para el hombre
La ridícula interpretación farisaica de la ley de Moisés pone en evidencia el error, de funestas consecuencias, que el hombre comete cuando substituye a Dios por las criaturas.
No
nos engañemos: cuando nos decidimos a hacer el bien, algunos lo agradecerán
—débilmente, la mayoría de las veces…— y otros nos odiarán, con una virulencia
mucho mayor, comparativamente, que el reconocimiento de los primeros. ¿Cuál es
la razón de este odio?
Pensemos
en el Señor: no era por haber curado al hombre de la mano paralizada o porque
había violado el sábado por lo que los fariseos y los herodianos querían
matarlo. Tal era su divina acción de presencia que, al manifestarse en público,
dividía los campos, según había sido predicho por Simeón: «Éste ha sido puesto
para que muchos en Israel caigan y se levanten; y será como un signo de
contradicción […], para que se pongan de manifiesto los pensamientos de muchos
corazones» (Lc 2, 34-35). Quien aceptaba las gracias de fe traídas por el
divino Maestro, enseguida creía; quien las rechazaba, lo odiaba también
inmediatamente.
En
efecto, siempre que alguien presenta una objeción contra el bien, demuestra ser
condescendiente en relación con el mal, y a quien entra por las sendas del mal
nadie puede comprenderlo… ¡Misterio de iniquidad! En este odio irreconciliable
hay un pecado contra el Espíritu Santo —la impugnación a la verdad conocida15—
que «no tendrá perdón jamás» (Mc 3, 29). Porque es un rechazo total a la
verdad, a la bondad, a la misericordia en esencia, es decir, a la segunda
Persona de la Santísima Trinidad, y, por lo tanto, odio a Dios. Ante esta mala
voluntad, de nada sirven los argumentos lógicos; ni siquiera el magnífico éclat
de la virtud consigue convencer.
Tal
hostilidad existe desde que, en el Cielo, Satanás y sus secuaces se rebelaron
contra Dios, y se ha de prolongar hasta el fin del mundo (cf. Gén 3, 15). Así
como las enseñanzas y la sabiduría de Jesús iban traspareciendo con mayor
fulgor durante su vida terrena (cf. Lc 2, 52), también en los diversos períodos
de la historia su figura, reflejada en la Iglesia, se va manifestando en sus
múltiples aspectos, y cada día vemos que la verdad se hace más brillante y la
santidad más reluciente. Incluso los ataques sufridos por la Iglesia o las
herejías, que surgen a veces, contribuyen a ello (cf. 1 Cor 11, 19), porque
exigen gracias especiales del Espíritu Santo que iluminen a quien estudia para
defenderla. De esta manera se hace más explícitamente bella.
Ahora
bien, como ya dijimos, lo que sucede a Jesucristo y a su esposa mística también
se repite con los que les pertenecen por el Bautismo: el mundo verá en nosotros
un rayo de la divinidad de Cristo y, aún hoy, el Señor producirá irritación en
los que no creen y entusiasmo en los que creen. Como el propio Jesús proclamó,
vino a seleccionar y escoger, salvar y santificar (cf. Mt 10, 34-35; Lc 10,
16). Él continúa siendo piedra de escándalo, hasta la consumación de los tiempos.
En
la lucha por el bien, sepamos lidiar con el mal
En
los dos episodios narrados en el Evangelio de este noveno domingo del tiempo
ordinario, el Señor muestra cómo aquellos que toman el partido del bien tienen
que ser sabios, vigilantes y sagaces, y nunca deben dormitar, para no caer en
las celadas del mal; al contrario, deben dejarlo siempre en mala situación.
Ésta es una lección que debe ser imitada. Aprendamos a batallar contra el mal a
ejemplo del divino Maestro, sabiendo que es un adversario irreductible, capaz
de llegar a las últimas consecuencias, es decir, llevarnos al martirio, como a
Jesús.
Cuando
seamos incomprendidos y perseguidos por amor a la justicia, sepamos aceptarlo
con resignación y alegría, pues nos asemejamos a Jesucristo. Ante la dureza de
corazón de los fariseos, mostró ira y tristeza. Ésa debe ser exactamente
nuestra actitud de alma: indignación contra el delirio de oponerse a Dios y
pena que nos mueva a rezar por los que nos persiguen.◊
*Dado que ya han sido publicados en esta revista [Heraldos del Evangelio] todos los comentarios de Mons. João a los Evangelios de los domingos del tiempo ordinario correspondientes a este mes de junio, así como el de la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo del Ciclo B, ofrecemos a nuestros lectores este hermoso comentario al Evangelio del IX Domingo del Tiempo Ordinario, celebrado en Brasil y en otros países que mantienen la conmemoración de Corpus Christi el jueves posterior a la solemnidad de la Santísima Trinidad.
Fuente: Monseñor João S. Clá
Dias, EP in Revista Heraldos del Evangelio, junio de 2024.
Monseñor João S. Clá Dias, EP
es fundador de los Heraldos del Evangelio.
Se autoriza su publicación
citando la fuente.
Ilustración: «Beau Dieu» - Catedral de Notre Dame d’Amiens (Francia)
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