El pecado, de cualquier género que sea, puede ser comparado al adulterio. En las Sagradas Escrituras con frecuencia se asocia la idolatría a la infidelidad conyugal, sabiamente detestada a partir de la Ley Mosaica. Tal relación tiene un profundo significado, que merece nuestra atención.
El Primer Mandamiento prescribe un amor total,
incondicional y exclusivo a Dios. El propio Nuestro Señor Jesucristo lo
recuerda con gran énfasis: “El primero de todos los mandamientos es este: ‘Oye
Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor; amarás al Señor tu Dios con
todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu espíritu y todas tus fuerzas’”
(Mc 12, 29-30). Este amor nos debe ligar a Dios por una unión toda espiritual,
más íntima y sagrada que la de los esposos en el casto matrimonio.
En el extremo opuesto, San Agustín [2] define el
pecado como una aversión a Dios y una inclinación para las creaturas. Así, dar
la espalda al Todopoderoso para adorar en su lugar a seres contingentes es una
traición similar al adulterio, pues significa dejar el único y verdadero Amor
para seguir lo efímero, lo caduco, lo engañoso. En este sentido, ofendemos a
Dios con nuestras faltas de modo semejante o peor que la adúltera con su
concupiscencia.
Pongámonos en el lugar de aquella pobre mujer. Reos
por el pecado, podríamos haber merecido el infierno en más de una ocasión, sino
en muchas veces. El miedo de la lapidación es apenas una sombra comparado a la
luz del sano temor que debe inspirar en nosotros el pensamiento del castigo
eterno, del fuego y del crujir de dientes, como también la pena de daño, que
consiste en permanecer enemigo de Dios para todo y siempre. Seguramente, la
inminencia de verse sepultada bajo una lluvia de piedras llevó a la culpada a
reflexionar. ¿Cómo no pensar en las consecuencias de una muerte en pecado
mortal?
Por otra parte, consideremos la utilidad de la humillación.
¿A cuántos no les resulta insoportable rebajarse hasta el punto de declarar sus
faltas a un sacerdote? Sin embargo, pensemos en el bien que le hizo a la adúltera
verse incriminada en público, frente a la multitud que la miraba con
repugnancia. Más vale humillarse en esta vida que sufrir el escarnio de los
Ángeles y de los Bienaventurados por toda la eternidad. ¡Bendito Sacramento de
la Confesión! Basta ser sinceros y acusarnos con sencillez, para que el corazón
de Dios cambie en torno a nosotros y, en lugar de escuchar una sentencia de
condena, escuchemos la fórmula suave y paternal de la absolución.
¡Así será desde que estemos dispuestos a no pecar
más! Y nuestra conversión podrá ser facilitada por el hecho de encontrarnos con
el auxilio de la Santísima Virgen. Ella fue el presente regio e insuperable
que, en un extremo de conmiseración, el Buen Pastor nos dio en lo alto de la
Cruz. Gracias a la mediación omnipotente de María, no hay pecado que no obtenga
perdón amplio e inmediato, ni pecador que no pueda santificarse del modo más
perfecto. Confiemos en su Corazón materno e inmaculado, el cual es la expresión
de su bondad inefable, de su dulzura indescriptible, de su misericordia
inagotable.
[2] Cf. SAN AGUSTÍN. De libero arbitrio. L.I, c.16, n.35.
In: Obras. 3a.ed. Madrid: BAC, 1963, v.III, p.245.
Fuente: Mons. João
S. Clá Dias, EP in “Revista Heraldos del Evangelio", abril de 2022.
Monseñor João S. CláDias, EP es fundador de los Heraldos del Evangelio.
Ilustración principal: Jesús perdona a la mujer adúltera - Parroquia de San Patricio, Massachusetts (EEUU).
Se autoriza su publicación citando la fuente.
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