[…] Abracemos el dolor con los ojos puestos en
la Cruz de Cristo.
En la Liturgia de este domingo somos invitados a aceptar el dolor como una necesidad, y a comprenderlo como un elemento fundamental para el equilibrio del alma, con la finalidad que ella no se apegue más a las criaturas y llegar a la plena unión con Dios. Si nos sentimos inclinados a pedirle que haga cesar algún dolor, recemos con confianza, seguros de ser oídos; sin embargo, si recibimos la inspiración de soportar con resignación la adversidad –sea ella una enfermedad, una probación o una simple dificultad-, roguemos a Él para que nos dé las fuerzas imprescindibles para vivir con alegría, de la cual Él mismo dio ejemplo, juntamente con su Santísima Madre.
Sobre todo, no
cedamos a la mala tristeza, aquella que produce el desánimo, y mantengamos en
el fondo del alma la determinación de cumplir la voluntad de Dios; ahí sí,
vendrá la paz.
En cierta ocasión,
estaba el autor de estos comentarios, a la espera de ser atendido en una sala
de hospital, por encontrarse en situación de grave riesgo de vida, cuando llegó
una pobre mujer gritando y lamentándose, probablemente sometida a una fuerte
indisposición. Entonces le dijo: “Señora, piense un poco, ambos estamos
sufriendo; pero ¿qué son nuestras amarguras en comparación con la de Nuestro
Señor Jesucristo? ¡Por amor a nosotros Él se dejó matar como un cordero y no
soltó siquiera un gemido en lo alto de la Cruz! Hagámosle compañía a Él en
nuestra tribulación y ofrezcamos nuestros dolores para consolarlo”. Ella cerró
los ojos, contuvo las lágrimas y recuperó la calma. El recuerdo de los
sufrimientos del Redentor a lo largo de la Pasión es un alivio extraordinario
para nuestros dolores.
El Inocente, aquel cuya naturaleza humana está unida a la naturaleza divina en la Persona del Verbo, llegó a exclamar antes de expirar: “Eli, Eli lammá sabactáni –que quiere decir: ¿mi Dios, mi Dios, por qué me abandonaste?” (Mt 27, 46). Misteriosamente –de manera que nuestra razón no alcanza-, Él padeció en su alma aquel sentimiento de abandono, “por la carencia de toda clase de alegría y consuelo que mitigase las amargas penas y la tristeza de la Pasión”. [12] ¿Por qué? ¡Porque el Padre quería para Él toda la alegría!
La vía que Dios trazó
para María Santísima, la Mater Dolorosa –creatura purísima, sin mancha alguna
de pecado original-, fue también la del dolor, como ya dijimos. Al presentar el
Niño Jesús en el Templo, Ella oyó de los labios de Simeón una profecía, según
la cual una espada traspasaría su alma (cf. Lc 2, 35); luego, teniendo que huir
con el Divino Infante hacia Egipto y, más tarde, al perderlo durante tres días
en Jerusalén, sus angustias se fueron prolongando hasta culminar en el
Calvario. E incluso después de las alegrías de la Resurrección, permaneció
quince años aquí en la Tierra en ausencia de su Hijo… Sufrimiento continuado,
que la convirtió en Corredentora, porque mientras para todos, el consuelo en
medio de las aflicciones consiste en considerar a Cristo en la Cruz, para Ella
-como afirma muy acertadamente san Alfonso María de Ligorio [13]- la
contemplación de la Pasión no le trajo alivio alguno, ya que esta era la fuente
de su dolor.
Pidamos a Nuestro
Señor Jesucristo, que todos los días se inmola de forma incruenta en el Santo
Sacrificio del Altar, que derrame, por intermedio de Nuestra Señora, torrentes
de gracias sobre nosotros, con el fin de convencernos de los beneficios del
dolor y, de este modo, enfrentar con elevación de espíritu y los ojos fijos en su
Cruz.
[12] SUÁREZ, SJ,
Francisco. Disp.38, sec.2, n.5. In: Misterios de la Vida de Cristo. Madrid:
BAC, 1950, v.11, p.154.
[13] Cf. SANTO AFONSO
MARIA DE LIGORIO. Glórias de Maria. 2ª edición, Aparecida: Santuário, 1987,
p.364-365
Trechos extraídos del
texto original en portugués: Comentários ao Evangelho 5º Domingo do Tempo Comum - Ano B - Mc 1, 29-39
Se autoriza su
publicación citando la fuente.
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