[…] III –
¡Ofrezcamos en holocausto aquello que nos aleja de Dios!
Ante las enseñanzas de la Liturgia de este domingo, no podemos olvidarnos que el amor manifestado por el Padre por nosotros en la mactatio –inmolación- de su Hijo merece reciprocidad. Dios espera de cada uno de nosotros este sacrificio: desapego de aquello que nos desvía del rumbo correcto, o de cualquier aprensión que ate nuestro corazón a algo que no sea Él, y docilidad en lo relacionado a su voluntad. Desde que nos llamó a la santidad, Él nos quiere por entero y que estemos constantemente con el puñal levantado como Abraham.
¿Si Abraham estuvo dispuesto a entregar a Isaac, cómo no estaremos nosotros prontos para ofrecer aquello que constituyó un obstáculo para la salvación y para nuestro relacionamiento perfecto con el Señor? ¡De cuánto provecho sería hacer firmemente un propósito ardoroso de poner sobre la leña cada uno de nuestros caprichos, dejar caer sobre ellos el puñal y, en seguida, prendiéndoles fuego, sacrificándolos en holocausto a Dios! De este modo, como Abraham, nos haríamos libres de cualquier aprecio desordenado a las creaturas.Es común que oigamos elogios a la fe del santo patriarca, que es realmente digna toda alabanza; pero tal vez más bella aún sea su obediencia, reflejada en la del hijo Isaac. “La obediencia” –afirma San Ignacio de Loyola –“es un holocausto, en el cual el hombre entero, sin guardarse nada para sí, se ofrece en el fuego de la caridad a su Creador y Señor […]; es una resignación entera de sí mismo, por la cual se despoja de todo, para ser poseído y gobernado por la Divina Providencia”. [8] La obediencia practicada con tal radicalidad nos obtiene la realización de las promesas, porque Dios le asegura a Abraham: “Juro por mí mismo –oráculo del Señor-, una vez que actuaste de este modo y no me rechazaste tu hijo único, yo te bendeciré y haré tan numerosa tu descendencia como las estrellas del cielo y como las arenas de la playa del mar.
Una vez más, en la
segunda lectura, San Pablo nos anima a tomar esta postura, porque tenemos un
intercesor en el Cielo: “Jesucristo que murió, más aún, que resucitó y está a
la diestra de Dios” (Rm 8, 34).
Abraham no contaba
con Nuestro Señor Jesucristo junto al Padre para pedir por él, ni siquiera
Nuestra Señora. En cuanto a nosotros, en una situación muy superior a la del
patriarca, contamos con la intercesión de un abogado absoluto y una mediadora
de impetración omnipotente, lo que nos ayuda a llenarnos de confianza. No nos
olvidemos, que “noblesse oblige –la nobleza
obliga”. Dotados de tantos privilegios, debemos corresponder más que el propio
Abraham.
En el Evangelio, la voz
del Padre nos exhorta: “¡Escuchen lo que Él les dice!” Recordémonos, entonces, de
lo que Nuestro Señor enseñó: “Si alguien quiere venir en pos de mí, niéguese a
sí mismo, tome cada día su cruz y sígame” (Lc 9, 23). Esta cruz no es pesada,
al contrario, alivia los pesos de nuestra conciencia. Ella significa obedecer a
la voluntad de Dios. El 2° Domingo de Cuaresma nos estimula a tener frente a
nuestros ojos aquello que alimenta nuestra fe, aumenta nuestra capacidad de
sufrir y nos proporciona alegría en medio de todos los tormentos.
[8] San Ignacio de
Loyola. Carta 83. A los Padres y
Hermanos de Portugal. In: Obras
Completas. Madrid: BAC, 1952, p.838.
Trechos extraídos del texto original en portugués: Comentários ao Evangelho II Domingo da Quaresma –Ano B- Mc 9, 2-10
Se autoriza su publicación citando la fuente.
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