I – La Iglesia por ocasión de Pentecostés.
Oración en una atmósfera de armonía y
concordia
Como tantas otras fiestas litúrgicas, Pentecostés nos hace recordar uno de los grandes misterios de la fundación de la Iglesia por Jesús. Ella se encontraba en estado casi embrionario –alegóricamente, se podría compararla a una niña de tierna edad- reunida en torno de la Madre de Cristo. Allí en el Cenáculo, según nos relatan los Hechos de los Apóstoles en la primera lectura, sucedieron fenómenos místicos de excelsa magnitud, acompañados de manifestaciones sensibles de orden natural: ruido como de un viento impetuoso, lenguas de fuego, los discípulos expresándose en diversas lenguas sin haberlas aprendido antes.
El alto
significado simbólico del conjunto de estos acontecimientos, como de cada uno
en particular, fue materia para innumerables y sustanciosos comentarios de
exegetas y teólogos de gran valor, como se hace claro por anteriores
observaciones hechas por nosotros en artículo publicado en 2002 [1]. Hoy nos
cabe destacar otros aspectos de no menos importancia correlacionados con la narración
hecha por San Lucas (Hechos 2, 1-11), para entender mejor el Evangelio de este
domingo, la propia festividad de Pentecostés.
Como figura
exponencial, se destaca la Santísima Virgen María, predestinada desde toda la
eternidad a ser Madre de Dios. Se diría que había alcanzado la plenitud máxima
de todas las gracias y dones, sin embargo, en Pentecostés, más y más le sería
concedido. Así como fuera electa para el insuperable don de la maternidad
divina, le cabía ahora el tornarse Madre del Cuerpo Místico de Cristo y, tal
cual se dio en la Encarnación del Verbo, descendió sobre Ella el Espíritu Santo,
por medio de una nueva y riquísima efusión de gracias, a fin de adornarla con
virtudes y dones propios y proclamarla “Madre de la Iglesia”. […]
Monseñor Joao Clá Dias, EP |
III – Conclusión
¡Cuánto se
habla de paz, en estos días, y cuánto se vive en el extremo opuesto de ella! El
interior de los corazones se encuentra penetrado de tedio, aprensión, miedo,
desánimo y frustración, cuando no de orgullo, sensualidad y falta de pudor. La
institución de la familia se va haciendo una pieza de anticuario. Las ansias de
obtener, no importa porqué medio, sin tomar en cuenta el derecho ajeno, van caracterizando
todas las naciones en los últimos tiempos. En síntesis, no hay paz individual,
ni familiar, ni en el interior de las naciones.
¡Nuestros ojos
deben volverse a la Reina de la Paz para pedir por su poderosa intercesión para
que su Divino Hijo nos envíe un nuevo Pentecostés y sea, renovada la faz de la
tierra, como la mejor solución para el gran caos contemporáneo!
[1] Cf. João S. Clá Dias, E renovareis a face da Terra... In:
Revista Arautos do Evangelho. mai 2002, pp. 5-10.
No hay comentarios:
Publicar un comentario