El pecado y la ley
En el Paraíso terrenal, el hombre
reflejaba de modo admirable al Creador en la perfecta armonía reinante entre Fe
y razón, voluntad y sensibilidad. La Fe iluminaba el entendimiento y éste
gobernaba una voluntad enteramente equilibrada, contra la cual la
concupiscencia no se revelaba, pues en el primer hombre –enseña Santo Tomás-
“el alma estaba sometida a Dios, siguiendo los preceptos divinos, y también la carne
estaba sometida en todo al alma y a la razón”.1
Gozaban además nuestros primeros
padres del don de integridad, por el cual su alma tendía a lo más elevado y
tenía propensión para escoger el bien. La ausencia de conflictos entre las
diversas partes de este microuniverso llamado ser humano –mineral, vegetal,
animal y espiritual- le otorgaba la felicidad y le proporcionaba toda la
facilidad para cumplir la Ley Natural.
Ahora bien, con el pecado, Adán y
Eva perdieron ese don, la armonía en la cual se encontraban, establecida
gracias a la justicia original, fue destruida; y se rompió el dominio de las
facultades espirituales sobre el cuerpo.2 La carne, afirma Santo Tomás de
Aquino, “pasó a ser desobediente a la razón”,3 y cada una de las partes que
componen el hombre quiso hacer valer su propia ley. El desorden se instaló en
nuestro interior.
Necesidad de preceptos claros e
insofismables
Dios implantó en el alma humana
una luz intelectual por la cual el hombre conoce que el bien debe ser
practicado y el mal, evitado. Esta luz –denominada sindéresis por la
Escolástica- no se apagó con el primer pecado, sino que permanece en nuestra
alma. Conforme afirma el Concilio Vaticano II, el hombre “tiene en el corazón
una ley escrita por el propio Dios”,4 la Ley Natural.
Moisés con las Tablas de la Ley |
Y, como nuestro espíritu es
gobernado por una lógica monolítica, no conseguimos practicar cualquier mala
acción sin tratar de justificarla. Por esto, para poder pecar, el hombre
recurre a falsas razones que sofocan su recta conciencia y llevan al
entendimiento a presentar a la voluntad el objeto deseado como un bien. Es este
el origen de los sofismas y doctrinas erróneas con los cuales buscamos
disimular nuestras malas acciones.
Ante esto, se hizo indispensable –además
del sello impreso por Dios en lo más íntimo de nuestras almas- la existencia de
preceptos concretos para recordarnos de forma clara e insofismable el contenido
de la Ley Natural.5 Son ellos los Diez Mandamientos entregados por Dios a
Moisés en el monte Sinaí.6
En efecto, de forma muy
sintética, resume el Decálogo las reglas puestas por Dios en el alma humana.
Dios “escribió en tablas” lo que los hombres “no conseguían leer en sus
corazones”, afirma San Agustín.7 Y el hecho de haber sido grabado en piedra –elemento
firme, estable y duradero- simboliza el carácter perenne de su su vigencia. […]
(CLÁ DIAS, Mons. João Scognamiglio.
In: “Lo inédito sobre los Evangelios”
Vol. I, Librería Editrice Vaticana)