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sábado, 15 de febrero de 2020

Comentarios al Evangelio VI Domingo T.O. (domingo 16) por Mons. João Scognamiglio Clá Dias, EP


El pecado y la ley


En el Paraíso terrenal, el hombre reflejaba de modo admirable al Creador en la perfecta armonía reinante entre Fe y razón, voluntad y sensibilidad. La Fe iluminaba el entendimiento y éste gobernaba una voluntad enteramente equilibrada, contra la cual la concupiscencia no se revelaba, pues en el primer hombre –enseña Santo Tomás- “el alma estaba sometida a Dios, siguiendo los preceptos divinos, y también la carne estaba sometida en todo al alma y a la razón”.1

Gozaban además nuestros primeros padres del don de integridad, por el cual su alma tendía a lo más elevado y tenía propensión para escoger el bien. La ausencia de conflictos entre las diversas partes de este microuniverso llamado ser humano –mineral, vegetal, animal y espiritual- le otorgaba la felicidad y le proporcionaba toda la facilidad para cumplir la Ley Natural.

Ahora bien, con el pecado, Adán y Eva perdieron ese don, la armonía en la cual se encontraban, establecida gracias a la justicia original, fue destruida; y se rompió el dominio de las facultades espirituales sobre el cuerpo.2 La carne, afirma Santo Tomás de Aquino, “pasó a ser desobediente a la razón”,3 y cada una de las partes que componen el hombre quiso hacer valer su propia ley. El desorden se instaló en nuestro interior.

Necesidad de preceptos claros e insofismables

Dios implantó en el alma humana una luz intelectual por la cual el hombre conoce que el bien debe ser practicado y el mal, evitado. Esta luz –denominada sindéresis por la Escolástica- no se apagó con el primer pecado, sino que permanece en nuestra alma. Conforme afirma el Concilio Vaticano II, el hombre “tiene en el corazón una ley escrita por el propio Dios”,4 la Ley Natural.


Moisés con las Tablas de la Ley
Y, como nuestro espíritu es gobernado por una lógica monolítica, no conseguimos practicar cualquier mala acción sin tratar de justificarla. Por esto, para poder pecar, el hombre recurre a falsas razones que sofocan su recta conciencia y llevan al entendimiento a presentar a la voluntad el objeto deseado como un bien. Es este el origen de los sofismas y doctrinas erróneas con los cuales buscamos disimular nuestras malas acciones.

Ante esto, se hizo indispensable –además del sello impreso por Dios en lo más íntimo de nuestras almas- la existencia de preceptos concretos para recordarnos de forma clara e insofismable el contenido de la Ley Natural.5 Son ellos los Diez Mandamientos entregados por Dios a Moisés en el monte Sinaí.6

En efecto, de forma muy sintética, resume el Decálogo las reglas puestas por Dios en el alma humana. Dios “escribió en tablas” lo que los hombres “no conseguían leer en sus corazones”, afirma San Agustín.7 Y el hecho de haber sido grabado en piedra –elemento firme, estable y duradero- simboliza el carácter perenne de su su vigencia. […]

(CLÁ DIAS, Mons. João Scognamiglio. In: “Lo inédito sobre los Evangelios” Vol. I, Librería Editrice Vaticana)