[…] Si
queremos ser santos, debemos ser sal y luz del mundo.
Al contrario, si soy orgulloso, egoísta o
vanidoso, si solamente me preocupo en llamar la atención sobre mí, significa
que me convertí en una sal sosa que ya no sala más, y privo a los otros de mi
amparo; si soy prejuicioso, significa que apagué la luz de Dios en mi alma y ya
no proporciono la iluminación que muchas personas necesitan para ver con
claridad el camino a seguir. Y debo prepararme para oír la terrible condenación
de Jesús: “En verdad les digo: todas las veces que dejaron de hacer esto a uno
de mis pequeñitos, fue a Mí que lo dejaron de hacer” (Mt 25, 45).
En resumen, tanto la sal que no sala como la luz
que no ilumina son fruto de la falta de integridad. El discípulo, para ser sal
y para ser luz, debe ser un reflejo fiel de lo Absoluto, que es Dios, y por lo
tanto nunca ceder al relativismo, viviendo en la incoherencia de ser llamado a
representar la verdad y hacerlo de forma ambigua y vacilante. Procediendo de
esta manera, nuestro testimonio de nada vale y nos transformamos en sal que sólo
sirve “para ser tirada a los caminos y ser pisada por los hombres”. Quien
convence es el discípulo íntegro que refleja en su vida la luz traída por el Salvador
de los hombres.
Pidamos entonces, a la Auxiliadora de los Cristianos
que haga de cada uno de nosotros verdaderas antorchas que arden en la auténtica
caridad e iluminan para llevar la luz de Cristo hasta los confines de la Tierra.
(CLÁ DIAS EP, Mons. Joao Scognamiglio in “Lo inédito sobre los Evangelios” Vol. I, Librería Editrice Vaticana)