[…] El
alma es divinizada.
Sí, filiación real, porque por medio de este
Sacramento [el Bautismo] Dios injerta en nosotros su propia vida. No como lo es,
un reboque extrínseco a una pared y que no la modifica internamente, sino como
si alguien, por milagro, inyectase oro en esa misma pared, al punto de casi no
verse más arena o yeso, pero sí el precioso metal. Esta figura todavía es
inadecuada y pobre para expresar lo que sucede en el alma cuando le es
infundida una cualidad sobrenatural que la hace deiforme, o sea, semejante a
Dios en su propia divinidad. Y con la gracia santificante el alma recibe, por
acción divina, las virtudes –fe, esperanza, caridad, prudencia, justicia,
fortaleza y templanza- y los dones del Espíritu Santo –sabiduría,
entendimiento, ciencia, consejo, piedad, fortaleza, temor-, por los cuales comienza
a obrar como Dios.