Según la expresión repetida por muchos santos, de Maria nunquam satis, de María nunca sabremos
lo suficiente. [7] Y así como nunca nos sentimos lo suficientemente satisfechos
al oír hablar de Ella, tampoco nos contentaremos nunca cuando se trata de
glorificarla. Establecida la Solemnidad de la Inmaculada Concepción en el
tiempo de Adviento, la Iglesia suspende el carácter de austeridad de este
tiempo litúrgico para celebrarlo con gran pompa y alegría. Entre la abundancia
de comentarios a que tal conmemoración da lugar, recordemos que este don
especialísimo de María es un triunfo del mismo Jesús, pues todo lo que Ella
posee se debe al hecho de ser su Madre. Por tal razón, las alabanzas que
tributamos a la Madre tienen como causa y término final al Hijo.
Y
la maternidad divina fue precisamente uno de los argumentos en los cuales la
piedad popular se apoyó para sustentar la Concepción Inmaculada, mucho antes de
la proclamación del dogma. Por el proceso natural de la gestación, la Santísima
Virgen dio su sangre para la constitución física del Salvador, de modo que la
Carne y la Sangre de Jesús son la carne y la sangre de María. Sería absurdo
imaginar al Hombre Dios siendo formado a partir de sangre impura, en un
claustro materno manchado por el pecado original, porque de una fuente impura
no puede brotar lo que es puro. En virtud de la Encarnación del Verbo, María
tenía que estar exenta del pecado. Y si defendemos la divinidad de Jesucristo,
es forzoso que defendamos también la Inmaculada Concepción de su Madre.
Otro hermoso aspecto de ese privilegio es la gloria que éste
significa para la Iglesia, de la cual la Santísima Virgen es Madre. Siendo
misión de la Iglesia combatir el pecado, disminuir sus efectos y distribuir la
gracia a las almas, no puede haber honor más grande para ella que tener una
Madre y Reina Inmaculada y llena de gracia. Pero, también con relación a María
la Iglesia ejerció la función de santificar con una perfección imposible de ser
igualada en cualquier otra criatura: durante los años en que la Santísima
Virgen vivió después de la Ascensión de Jesús, orientando y amparando
maternalmente a la Iglesia naciente, Ella se benefició del sacramento de la
Eucaristía, y cada comunión aumentaba en Ella, en proporciones inmensas, el
extraordinario tesoro de gracia recibido en su Concepción Inmaculada.
7) Cf. SAN LUIS MARÍA GRIGNION DE MONTFORT. Traité de la
vraie dévotion à la Sainte Vierge, n.10. In: Œuvres Complètes. Paris: Du Seuil,
1966, p.492-493).