[…] III –Vigilancia y Oración
Constituía un
verdadero sueño, para todo judío, la implantación de un reino mesiánico, de
carácter político, sobre la Tierra. El anhelo constante de los israelitas era ver
su pueblo dominando las otras naciones. Los propios apóstoles, en distintas
ocasiones, buscaban saber del Divino Maestro si no había llegado la hora para
la implantación de esa nueva era.
Pero la vigilancia sola no es suficiente: “Vigilad y orad para no caer en tentación”, dice Nuestro Señor Jesucristo (Mt 26, 41). Faltaba una palabra de incentivo a la oración. De allí la “parábola para mostrar la importancia de rezar siempre y no cesar de hacerlo”.
Este “siempre” no
significa que debemos rezar a cada segundo, las veinticuatro horas del día,
sino que se hace indispensable mantener una continuidad moral, una incansable
frecuencia en la oración. Este “siempre” puede ser sinónimo de “vida entera”.
“No cesar de hacerlo”, a pesar de los atrasos en ser atendido, enfrentando o no
obstáculos, en la salud o en la enfermedad, en la consolación o en la aridez.
Nadie puede prescindir de la oración
No pensemos que este
es un simple consejo de Jesús. ¡No! Es un precepto, una obligación, nadie puede
prescindir de la oración. Y cuanto más alto se sube en la vida interior, mayor
será el deber y la constancia en la oración.
“Vigilad y orad”,
nos dice el Divino Maestro, y San Pablo insistirá: “Permaneced vigilantes en la
oración” (Col 4, 2) y “Orad sin interrupción” (I Tes 5, 17). Nuestra propia
naturaleza tiznada por el pecado nos exige esa actitud frente a la oración; y
más aún, también así nos manda a proceder la Santa Iglesia, según determina el
Concilio de Trento: “Dios no manda imposibles; y al mandarnos una cosa, nos
determina hacer lo que podamos y pedirle ayuda para poder hacer aquello que no
podemos” (1).
La oración en el Huerto. Museo San Pío V, Valencia |
Por otro lado, la
atención por parte de Dios será completo. Él no mira el tipo de necesidad o el
origen o el tamaño de la misma, porque nada le es imposible. Acontecimientos,
amenazas, riesgos, hombres, demonios, etc., todo está en las manos de Él y
bastará un ínfimo acto de su voluntad para resolver cualquier problema. ¡Sin
embargo, no olvidemos que si nos vamos a enfrentar a una dificultad, usando sólo
nuestros dones y fortalezas naturales, la promesa de Dios no estará allí
comprometida! ¡Es necesario que lo molestemos! Él lo exige. Aún más, debemos
ser incesantes y hacerle una especie de "presión moral" sin
cansarnos. ¡La continua oración de los elegidos, en medio de las dificultades
clamando a su Padre, es infalible!
Además, consideremos
la absoluta necesidad de la oración, en relación a la salvación eterna, de
acuerdo a las fervorosas palabras de un gran Doctor de la Iglesia, San Alfonso
María de Ligorio: “Terminemos este punto concluyendo de todo lo que hemos dicho
que quien reza seguramente se salva y quien no reza seguramente se condena. Todos
los bienaventurados, exceptuando los niños, se salvaron por la oración. Todos
los condenados se pierden porque no oraron; si hubiesen rezado no se habrían
perdido. Y esta es y será la mayor desesperación en el infierno, ya que ellos podrían
haber logrado la salvación fácilmente cuando fue suficiente para pedirle a Dios
las gracias necesarias, pero ahora estos desgraciados no tienen tiempo ya para
pedir”. (2)
Recordemos el
maternal consejo de María Santísima: “Hagan todo lo que Él les diga” (Juan 2,
5). Con estas palabras, Ella nos confirma, al finalizar los comentarios del
Evangelio de este domingo, cuánto es indispensable rezar siempre. Y si queremos
ser atendidos con mayor profusión y prontitud, hagámoslo a través de su poderosa
intercesión. Así, estaremos complaciendo a Jesús, que será aún más propicio
ante nuestras súplicas.
[1] Decreto sobre la
justificación, cap. XI.
[2] La oración, el gran medio de la salvación, Cap. I
[2] La oración, el gran medio de la salvación, Cap. I
(CLÁ DIAS EP, Mons. Joao Scognamiglio. In: “Lo inédito
sobre los Evangelios” Vol. III, Librería Editrice Vaticana).