¡Cultivemos nuestra fe!
En efecto, según los gnósticos de la época [de Jesús], para obtener la salvación sólo bastaba con el conocimiento –gnosis- de ciertos secretos referentes al origen del universo y a la liberación del alma humana. Quien alcanzase este grado de conocimiento sería perfecto y estaría eximido de las buenas obras. O sea, la doctrina gnóstica importaba en la negación de la moral. Parafraseando el famoso dicho de San Agustín — “Dilige, et quod vis fac” [1] —, bien se podría resumir en estas palabras: “Conoce y haz lo que quieras”.
Ahora bien, por más esfuerzo
que haga el hombre, por sí mismo, no tiene capacidad de entender las cosas
divinas, de alcanzar las alturas de lo sobrenatural, de abarcar el plan de la
fe. Para esto es indispensable el auxilio de Dios, que combina la inteligencia
–perfeccionada por la fe- y la voluntad fortalecida por la gracia. Por ejemplo,
la divinidad de Cristo y su Resurrección son inexplicables del punto de vista
intelectual, pero sí aceptadas por causa de la fe, don gratuito de Dios
infundido en el alma por medio del Bautismo.
La fe crece por la práctica del amor
La fe, virtud pasible de
aumento y de disminución, es la puerta por donde entran las demás virtudes.
¿Cómo sucede esto? El conocer –aun en la penumbra- aquello que es de Dios
despierta en el alma el amor y la adhesión al magnífico panorama develado por
la fe. [2] No obstante, es la caridad que nos hace amar a Dios con una apertura
de alma propia a la elevación de Él. La caridad, es por sí, superior a la fe.
¿Por qué? Porque la caridad hace volar hasta Dios y dilata nuestra alma para
poder amarla como Él se ama, en la proporción creatura y Creador, mientras que
la fe trae Dios hacia nosotros. [3] Si nos limitamos a entender, sin amor, la
fe pierde su savia y su vitalidad, y muere. Entonces es necesario comprender y,
en ese mismo acto, amar.
También en la segunda lectura
–combatiendo los desvíos de los gnósticos, quienes afirmaban era un absurdo el
cumplimiento de los preceptos de la Ley-, San Juan nos da otra importante
lección: amar a Dios es “observar sus Mandamientos. Y sus Mandamientos no son
pesados, pues todo el que nació de Dios vence al mundo. Y esta es la victoria
que venció al mundo: nuestra fe” (I Juan 5, 3-4). ¡No olvidemos que es
imposible guardar los Mandamientos de la Ley de Dios en virtud de nuestra
naturaleza pero, mientras dependamos de la gracia, venceremos al mundo, al
diablo y a la carne! Y para obtener las gracias necesarias, nos es exigido
tener una vida interior intensa: mucha oración y frecuencia de los Sacramentos,
sobre todo la Eucaristía.
De este modo, la Liturgia del
2° Domingo de Pascua nos proporciona elementos excelentes para que practiquemos
las tres principales virtudes, aquellas que nos relacionan directamente con
Dios: la fe, la esperanza y la caridad. Agradezcamos a Cristo, Señor nuestro,
la inestimable bienaventuranza de creer sin ver y pidamos a Él el continuo
crecimiento en esta fe.
1) SAN AGUSTIN. In Epistolam bannis ad Parthos tractatus
decem. Tractatus VII, n.8. In: Obras. Madrid: BAC, 1959, v.XVIII, p.304.
2) Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO,
Suma Teológica. II-JI, q.4, a.7.
3) Cf. Idem, q.23, a.6, ad 1.
Fuente: Monseñor João S. Clá
Dias, EP in “Lo inédito sobre los Evangelios” Volumen II, Librería Editrice
Vaticana.
Monseñor João S. Clá Dias, EP
es fundador de los Heraldos del Evangelio.
Ilustración: Nuestro Señor
Jesucristo aparece en el Cenáculo – Museo San Pío V, Valencia (España)
Se autoriza su publicación
citando la fuente.
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