El rey envía mensajeros a los caminos para que inviten las personas a su banquete. |
El llamamiento hecho por Jesús en esta rica parábola continúa retumbando hoy en las encrucijadas de los caminos, para los buenos y para los malos, convocando a una actitud de rectitud y vigilancia. Sin embargo, jamás podremos estar con el alma enteramente pronta en la expectativa de la gran fiesta que se dará sin que practiquemos la virtud teologal de la Esperanza, tan importante cuánto las de la caridad y de la fe.
Nacimos para la
eternidad y debemos tener los ojos puestos en este último objetivo que es el
Cielo. Pero, el hombre vive en el tiempo, Dios, entonces, para alimentar
nuestra Esperanza en esta vida nos coloca frente a perspectivas más o menos
próximas, que después remiten para la eternidad.
De hecho, hoy la
Providencia quiere que vivamos en función de la esperanza del banquete para el
cual Dios viene atrayendo insistentemente a la humanidad: el triunfo del
Inmaculado Corazón de María anunciado en Fátima.
¿Cómo será posible
transformar nuestra actual situación histórica, tan alejada de Dios, en el
esplendor del Reino de María en que, según el grande San Luis María Grignon de
Montfort, “las almas respirarán a María como el cuerpo respira el aire?” [1]
Sin duda, por la oración y por la penitencia, tantas veces pedidas por Nuestra
Señora, se ha de operar un verdadero cambio de los corazones.
No debemos imaginar
que tal renovación pueda efectuarse en un acto instantáneo, pero sí
progresivamente, de modo que, las almas inocentes, como aquellas que reciban,
por una gracia especial, la restauración de la inocencia perdida, irán poco a
poco constituyendo una nueva era.
Así como por ocasión
de la fiesta del casamiento del Hijo de Dios con la humanidad, en relación al
banquete del Reino de María no podemos alegar las ocupaciones que nos sujetan
al mundo. Y mucho menos agredir a quien nos lo anuncia, en este caso, la propia
Santísima Virgen, que en Fátima nos llamó a seguir sus caminos. Tenemos que
aceptar este pedido que, más que una simple invitación, es una imposición,
porque viene de Alguien infinitamente superior a cualquier rey de la
antigüedad, el propio Dios.
Estemos siempre
atentos a la Palabra de Dios que nos convida al banquete, y oigamos la voz de
la conciencia en advertirnos interiormente, con el fin de no manchar el bello
vestido nupcial de la vida de la gracia, para poder entrar en el festín eterno
de visión beatífica, donde juntamente con María Santísima, el propio Dios será
nuestra recompensa demasiadamente grande (cf. Gn 15,1). ◊
[1] SAN LUÍS GRIGNION
DE MONTFORT. “Tratado de la Verdadera Devoción a la Santísima Virgen”, n° 217.
Fuente: Monseñor João
S. Clá Dias, EP in “Lo inédito sobre
los Evangelios” Volumen I, Librería Editrice Vaticana.
Monseñor João S. Clá Dias, EP es fundador de los Heraldos del Evangelio.
Se autoriza su
publicación citando la fuente.
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