No son pocos los que sacrificaron su propia vida a lo largo de la Historia, por Dios o por un ser querido. Pero por un enemigo, ¿quién estaría dispuesto a hacerlo? Es lo que Jesús hizo para salvarnos a cada uno de nosotros.
El Reino anunciado en el siglo xxi
A la vista de esos
poderes conferidos por Jesús a los Doce, así como a numerosos varones justos en
los primeros tiempos de la expansión del cristianismo, es oportuno que nos
preguntemos por qué esas maravillas ya no se repiten con igual frecuencia. La respuesta
la dio San Gregorio Magno a finales del siglo vi: «Estas cosas eran necesarias
en los comienzos de la Iglesia, pues para robustecer la fe en la multitud de
los creyentes debía nutrirse con milagros […]. En realidad, la Santa Iglesia
hace a diario espiritualmente lo que entonces hacían corporalmente los
Apóstoles».[1] Exactamente, no podemos olvidar ese importante aspecto que subraya
el santo doctor. La Iglesia obra, a través de los Sacramentos, prodigios aún
mayores, en beneficio de las muchedumbres que padecen alguna enfermedad
espiritual: lava el alma leprosa de las inmundicias del pecado, resucita a los
muertos a la vida de la gracia, libera a los que están sujetos al imperio del
demonio, restituye a los ciegos de espíritu la luz de la fe.
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Homilía durante una misa en la Basílica de Nuestra Señora del Rosario, Caieiras (Brasil) |
Una misión prolongada a través de los
siglos
El Evangelio del
undécimo domingo del Tiempo Ordinario tiene una belleza especial y una
invitación para cada uno de nosotros. La incumbencia de predicar la venida
cercana del Reino de los Cielos dada a los Apóstoles sólo concluirá al final de
los tiempos, cuando haya acabado la historia. Esa es la misión de la Santa
Iglesia, de sus ministros consagrados y de todo bautizado; es la prolongación a
través de los siglos de la acción redentora de Jesucristo. Por lo tanto, estamos
obligados a evangelizar mediante la palabra, el ejemplo, la oración o el
sufrimiento, con vistas a transformar la sociedad. Hemos de anunciar la
necesidad del abandono del pecado, del cambio de mentalidad, de la búsqueda
continua de la santidad y trabajar para que eso se lleve a cabo cuanto antes y
en el más alto grado posible. Para Dios debemos querer no sólo lo mejor, sino
todo, ahora y para siempre.
Tengamos presente que
el Reino de Dios empieza aquí en la tierra, porque poseemos una semilla que
florecerá en gloria en la eternidad, cuando participemos de la felicidad de
Dios mismo. Cada uno tiene un determinado plazo de vida. ¿Veinte, cuarenta,
cien años? Sólo Dios lo sabe. Pero ¿qué es eso comparado con la eternidad?
¡Absolutamente nada! Por tanto, la conquista del Reino de los Cielos, comenzada
en esta tierra, debe constituir el primordialísimo objetivo de nuestra
existencia. ◊
[1] SAN GREGORIO MAGNO.
Homiliæ in Evangelia. L. II, hom. 9, nº 4. In: Obras. Madrid: BAC, 1958, p.
679.
Fuente: Monseñor João
S. Clá Dias, EP in “Lo inédito sobre los Evangelios” Volumen I, Librería Editrice Vaticana.
Monseñor João S. Clá Dias, EP es fundador de los Heraldos del Evangelio.
Se autoriza su
publicación citando la fuente.
Ilustración
principal: «Vocación de los Apóstoles», de Domenico Ghirlandaio - Capilla
Sixtina, Vaticano
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