El
Cielo por sí solo, es una enorme manifestación de la bondad de Dios.
“Soy demasiadamente grande, y mi destino por demás noble, para que yo me torne esclavo de mis sentidos” [1]. Esta fue la conclusión a la cual llegó Séneca por mera elaboración filosófica, sin tener la menor revelación de algo análogo a la Transfiguración del Señor. En el Tabor, Jesucristo va mucho más allá: en su divina didáctica, nos hace conocer una parcela de su gloria en los reflejos de la claridad propia a su cuerpo después de la Resurrección.
Pálida
ejemplificación de lo que veremos en el Cielo, como fruto de los méritos de su
Pasión, de los fulgores de su visión beatífica y de la unión hipostática. Como
objetivo inmediato, Él quiso fortalecer a sus discípulos para que asumieran con
heroísmo las tristes probaciones de su Pasión y muerte, al margen de la
manifestación de su divinidad. Sin embargo, no era ajeno a sus divinos designios,
consignar para la Historia cuales son las verdaderas y reales alegrías
reservadas a los justos post mortem.
Por
el contrario, el demonio, el mundo y el pecado nos prometen alegrías con aires
de absoluto. No obstante, su fruición es casi siempre fugaz y seguida de
amargas frustraciones; y, además, al final de esta vida seremos lanzados en el
fuego eterno como castigo, si no hubo de nuestra parte un verdadero
arrepentimiento, propósito de enmienda y la obtención del perdón de Dios.
En
el Monte Tabor la voz del Padre proclama: “óiganlo”. Esta recomendación se
dirige sobre todo a nosotros, bautizados, pues somos hijos adoptivos de Dios y,
por lo tanto, ya pasamos por una inmensa transformación cuando ascendamos al
orden sobrenatural, dejando de ser exclusivamente puras criaturas. Sin embargo,
cuando entremos en el orden de la gloria, se dará otra transformación, pues
seremos como Él lo es ahora. Para llegar hasta allá, invítanos Jesús a
enfrentar las dificultades de los
primeros pasos en el camino de la virtud, sostenidos por mucha paz de alma y,
finalmente, para transfigurarnos en lo alto del Tabor eterno.
El Cielo por sí solo, es una enorme manifestación de la bondad de Dios, un riquísimo tesoro de felicidad que Él nos promete y un poderoso estímulo para aceptar con amor las cruces durante nuestra existencia terrena. Confiemos en esa promesa basados en las garantías de la Transfiguración del Señor y pidamos a la Madre de la Divina Gracia que bondadosamente nos auxilie con los medios sobrenaturales para llegar ilesos, decididos y seguros al buen puerto de la eternidad: el Cielo. ◊
[1] Sêneca: Ep. 65.
Fuente: Monseñor João
S. Clá Dias, EP in “Lo inédito sobre
los Evangelios” Volumen I, Librería Editrice Vaticana.
Monseñor João S. Clá Dias, EP es fundador de los Heraldos del Evangelio.
Se autoriza su publicación citando la fuente.
Ilustración: La Transfiguración del Señor en el Monte Tabor.
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*Evangelio II
Domingo de Cuaresma, según san Mateo
(17,1-9):
En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a
Santiago y a su hermano Juan y se los llevó aparte a una montaña alta. Se
transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus
vestidos se volvieron blancos como la luz. Y se les aparecieron Moisés y Elías
conversando con él.
Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús: «Señor, ¡qué bien se está
aquí! Sí quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para
Elías.»
Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y
una voz desde la nube decía: «Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto.
Escuchadlo.» Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto.
Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo: «Levantaos, no temáis.» Al alzar los
ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo.
Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó: «No contéis a nadie la visión
hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos.»
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