La alegría en la persecución.
“Bienaventurados los perseguidos por causa de la
justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos. 11 Bienaventurados seréis
cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra
vosotros por mi causa. 12 Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será
grande en los Cielos”.
Por amor a la justicia —es decir, la santidad— atravesaremos sin duda momentos en esta vida en los cuales seremos incomprendidos e incluso perseguidos.
En tales circunstancias no
debemos dejarnos abatir. Por el contrario, tenemos que recordar que Dios es el
Señor de la Historia y nada ocurre sin su consentimiento, por mínimo que sea:
“¿Acaso no se vende un par de pájaros por unas monedas? Sin embargo, ni uno
solo de ellos cae en tierra, sin el consentimiento del Padre que está en el
Cielo” (Mt 10, 29). El Creador lo tiene todo contado, pesado y medido. Y actúa
sobre los acontecimientos buscando siempre, además de su propia gloria, la
salvación de los suyos. Por eso afirma San Pablo: “Dios dispone todas las cosas
para el bien de los que lo aman” (Rom 8, 28).
¡En cuántas ocasiones los santos
fueron objeto de las más injustas persecuciones, por amor a la verdad! Pero no
perdieron la confianza en la Providencia Divina, ni demostraron rencor contra
sus perseguidores, a los cuales trataban con caridad y sin odio personal, pero
también con la innegable superioridad del hombre que practica la virtud en
relación al que se deja arrastrar por el vicio.
Por eso, el propio Dios se
encargará de recompensarlos mucho más allá de lo merecido: poseerán el Reino de
los Cielos, un premio eterno, infinitamente superior a todo sufrimiento
padecido en esta vida.
Invitación a la radicalidad del bien
Como hemos visto, la doctrina de
las bienaventuranzas dejó al descubierto para siempre lo vacío de la felicidad
fundada en la satisfacción de las pasiones desordenadas y la posesión de bienes
materiales. Pues, como enseña magistralmente el Santo Padre, “se invierten los
criterios del mundo apenas se ven las cosas en la perspectiva correcta, esto
es, desde la escala de valores de Dios, que es distinta de la del mundo”. [1]
Con esas ocho sentencias Cristo
indicó la ruta para alcanzar el Cielo, en donde veremos a Dios cara a cara y
participaremos de la propia vida divina, poseyendo la felicidad de la cual goza
Él mismo. Y quien adecúa su conducta a las bienaventuranzas, empieza a gozar
espiritualmente un anticipo, ya en esta Tierra, de la felicidad eterna.
Las bienaventuranzas no son
frases que deben ser estudiadas fríamente apenas con la inteligencia, sino que
son principios de vida para ser leídos y meditados con el corazón, con el calor
del alma de quien quiere ponerse en camino tras los pasos del Señor.
Con divina suavidad nos invitan a la radicalidad en la práctica del bien, porque el patrón de virtud que en ellas nos propone Cristo no es otro sino Él mismo, ¡el propio Dios!◊
[1] BENEDICTO XVI – Jesús de
Nazaret. Ciudad del Vaticano: Librería Editrice Vaticana, 2007, p. 95.
Fuente: Monseñor João
S. Clá Dias, EP in “Lo inédito sobre los Evangelios” Volumen I, Librería
Editrice Vaticana.
Monseñor João S. Clá Dias, EP es fundador de los Heraldos del Evangelio.
Se autoriza su
publicación citando la fuente.
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