“Y que los muertos resucitan, incluso Moisés lo hizo comprender en el episodio de la zarza ardiente, cuando llama al Señor, ‘el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob’. No es un Dios de muertos, sino de vivos, porque para Él todos están vivos”.
En estos versículos, el
Divino Maestro defiende claramente la inmortalidad del alma, después de haber
revelado la resurrección de los cuerpos. Las Escrituras traen otros pasajes aún
más explícitos sobre la resurrección (Dn 12, 2; Is 26, 19) que podrían haber
sido enunciados por Jesús. Pero Él recurrió al ejemplo ocurrido en la vida de
Moisés, para refutar la cita hecha por los propios saduceos a los Levitas (Dt
25, 5-6).
Si el hombre, al morir, se
precipitase en el vacío, aniquilándose en su ser, todas las promesas de la
Escritura también caerían en el vacío. Dios jamás reduce a la nada a cualquiera
de sus creaturas. Las formas pueden ser mutables, pero las sustancias
permanecen. Nuestros cuerpos son como que envoltorios de nuestras almas. Éstas
se pueden desprender de aquellos, cesando de emitir a nuestros sentidos las
manifestaciones de su existencia, pero continuarán viviendo en la venganza o en
el amor de Dios, en las tinieblas o en la luz eternas.
“Si Dios se define como ‘Dios de Abraham,
Dios de Isaac, Dios de Jacob’ y es un Dios de vivos, no de muertos, entonces
significa que Abraham, Isaac y Jacob viven en algún lugar; aunque en el momento
que Dios le habla a Moisés, ellos habían desaparecido hace siglos. Si existe
Dios, existe también la vida más allá de la sepultura. Una cosa no puede estar
sin la otra. Sería un absurdo llamar a Dios de ‘el Dios de los vivos’, si
finalmente, Él estuviese sólo para reinar en un cementerio de cadáveres. No
entiendo las personas (parece que las hay) que dicen creer en Dios, pero no en
la vida ultra terrena.
“A pesar de esto, no es necesario pensar que
la vida más allá de la muerte comienza solo con la resurrección final. Aquel
será el momento en que Dios, también, devolverá la vida a nuestros cuerpos
mortales” [1].
Conclusión
Frustrado, el mundo de hoy
vive en búsqueda de nuevos placeres para satisfacer la sed de infinito que arde
en el núcleo del alma humana. Si pudiesen los hombres oír un acorde de la
música celestial que arrebató en éxtasis a San Francisco, o contemplar por un
fugaz momento la faz de Dios que llevó a San Silvano tener repugnancia por las
faces de los humanos, comprenderían cuán purísimas, eternas y opuestas a las de
la Tierra son las delicias del Cielo.
Séneca comentando el
suicidio de Catón, con el auxilio de un puñal, para huir de las consideraciones
de una Roma que perdiera la libertad, afirma que el motivo principal de su
muerte estaba centrado en la doctrina elaborada por Platón en su obra Fedon, en
la cual expone ampliamente la inmortalidad del alma. En su genialidad, Séneca
resume el acto con esta frase:"Ferrum
fecit ut mori posset, Plato ut vellet": El hierro (acero) hizo que
pudiese morir, que Platón lo quisiese”.
Si los propios paganos
siendo fieles a la razón llegaban a estas conclusiones, ¿por qué nosotros los
bautizados habríamos de seguir los equívocos de los saduceos [que negaban la
resurrección]?
[1] CANTALAMESSA, Raniero.
Echad las Redes. Ciclo C. EDICEPI C.B., 2001, p. 346.
Fuente: CLÁ DIAS EP, Mons. João. In: “Lo inédito sobre los
Evangelios” Vol. III, Librería Editrice Vaticana.
Se autoriza su publicación
citando la fuente.
Ilustración: La
RESURRECCIÓN de los muertos. Fragmento del Juicio Final de Miguel Ángel.
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