[…] III – ¡Y el Templo se hizo carne!
En el momento de la aceptación, cuando María pronuncia su “¡Fiat!”, se concluye de forma maravillosa y superabundante, como no se podía imaginar, la promesa de Dios a David, basada en una Alianza indisoluble, y la realeza se hace eterna, ¡el Padre concede a la humanidad el Templo por excelencia! Es así como Dios trata a aquellos que son sus verdaderos amigos, hijos y siervos; que premia los que, teniendo noción clara de su dependencia en relación a Él, le entregan todo lo que es suyo: siempre les otorga mucho más de lo que ellos le ofrecieron.
El rey David creía dar el máximo a Dios
dedicándole un templo; pero el Señor quería que él le ofreciese su linaje,
porque Él mismo, Dios, ya le preparaba una posteridad especialísima. Y al
confiarla al Señor, David mereció ser antepasado del Salvador, o sea del propio
Dios.
María Santísima aspiraba a ser esclava de la
Madre del Mesías; Dios, sin embargo, mandó un ángel para invitarla a una
esclavitud mucho mayor… ¡la esclavitud a Él! Nuestra Señora comprendió en el
primer instante, al recibir el anuncio del ángel, que aquel Hijo, aunque fuese
de Ella, debería ser totalmente restituido a Dios, porque Él era el Hijo de
Dios y, siendo Ella también de Dios, el Hijo pertenecía mucho más a Él que a
Ella… Y, por lo tanto, Ella tenía que acompañarlo en todo, en pleno acuerdo con
la voluntad del Padre sobre el destino de este Hijo… Le fue revelado también
que Él sufriría la terrible muerte de cruz. ¡Y María lo consintió todo por amor
a Dios, sabiendo que Él quería, de este modo, redimir el género humano!
La estabilidad está en la santidad
Entonces precisamos ser nosotros, que salimos de
Dios que tenemos volver a Él. Si buscamos la estabilidad, es sobre todo porque
somos creados para servir, alabar y reverenciar a Dios, y mediante esto salvar
nuestra alma, con el fin de vivir con Él y contemplarlo cara a cara por toda la
eternidad.
En la Liturgia de este domingo Dios nos llama a
la santidad y quiere de nosotros un fiat,
como el de la Santísima Virgen, una entrega radical, llena de fuego y
entusiasmo: “¡Hágase en mí según tu palabra!” Sólo en la correspondencia a la
gracia y en la fidelidad a la fe, o sea, siendo santos, obtendremos la
estabilidad y cada uno de nosotros será “templo de Dios” (I Cor 3, 16), siempre
bello y en orden, como Nuestro Señor Jesucristo hombre es soberanamente el Templo
de Dios.
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