[…] El castigo de los
condenados.
Pongamos ahora nuestra mirada, en aquella parte de la humanidad que deberá
oír la terrible sentencia…
41ª “Después el Rey
dirá a los que estén a su izquierda: “¡Apartaos de mí, malditos!”
El propio Creador rechaza, para siempre, seres que Él creó. ¡Qué castigo espantoso! Se trata de la llamada pena de daño, palabra derivada del latín damnum, pérdida, ya que este tormento consiste en la pérdida de la posesión de Dios, en nuestro fin último.
Mientras está en la vida presente, el alma no
consigue evaluar la inmensidad de esta pérdida. Los bienes sensibles no paran
de atraer la atención del hombre; a todo momento, él recibe noticias domésticas
o profesionales, o de los hechos nacionales e internacionales; tiene
preocupaciones y necesidades de alimentación, aseo, salud, entretenimiento; se
entrega a placeres; acaricia ambiciones y proyectos para la familia, y está
rodeado de parientes, amigos, en fin, de todo lo que constituye su mundo.
Pero cuando el alma se separa del cuerpo, todo
este ruido cesa repentinamente, todos los intereses que la sujetan en la Tierra
pierden su valor. Ella se ve completamente sola, y “entonces toma conciencia de
su profundidad sin medida, que sólo Dios, visto cara a cara, puede satisfacer; y
ve también que este vacío jamás será llenado”. [11] Si ha muerto en pecado, “ella
está en la noche, en el vacío, en el exilio, expulsada, repudiada, maldita; esto
es justicia”. [12]
Por ser infinitamente verdadero, bueno y bello, Dios
es infinitamente atrayente. Los condenados, por su naturaleza, son atraídos por
esa Belleza Suprema, única capaz de satisfacer su necesidad insaciable de amor.
Entre tanto, Dios los repele por completo, y ellos, en delirios de furor
infernal, no hacen sino detestarlo, maldecirlo, blasfemar contra Él. Es el
tormento de un corazón apasionado y corroído de odio. Y el sufrimiento atroz
del amor contrariado, despreciado, transformado en furia, colocado
continuamente en un extremo de odio y desesperación.
41b “Id para el
fuego eterno, preparado para el diablo, y para sus ángeles”.
Comparada con el horror de la pena de daño, la
pena de los sentidos puede parecer suave… ¡No obstante, por sí sola también es
tremenda!
El agente de este castigo es el fuego: “¿Quién de nosotros podrá permanecer cerca de ese fuego devorador?” (Is 33, 14), pregunta con pánico el profeta Isaías. El infierno es un abismo de fuego, una “caldera ardiente de fuego y azufre” (Ap 21, 8). Y no nos engañemos, pensando que la expresión “fuego eterno” sea apenas una metáfora, una imagen para referirse al remordimiento de la conciencia.
Mons. Joao S. Clá Dis, EP |
Es doctrina universalmente aceptada en la Iglesia,
basada en la Sagrada Escritura y en el consenso de los Padres, que se trata de
un fuego real, eterno e inextinguible, que tortura los espíritus y quemará los
cuerpos sin destruirlos.
Una resolución
impostergable
Al revelarnos este misterio, Jesús demuestra su
infinita bondad para con nosotros. Su objetivo, al alertarnos de manera tan
vehemente, es evitarnos la desgracia eterna, y llevarnos junto de Él, en la
felicidad del Paraíso.
Profundamente agradecidos, tomemos sin demora la
firme resolución de rogarle las gracias necesarias para reprimir nuestras malas
pasiones, evitar el pecado y practicar la virtud. De tal modo que podamos oír
de sus labios adorables esta celestial invitación: “¡Venid benditos de mi Padre!
¡Recibid como herencia el Reino que mi Padre os preparó desde la creación del
mundo!”
[11] GARRIGOU-LAGRANGE, OP, Réginald.
L’éternelle vie et la profondeur de l’âme. Paris: Desclée de Brouwer, 1950, p.
163.
[12] MONSABRÉ, OP, Jacques-Marie-Louis. L’enfer:
nature des peines. In: Exposition du Dogme Catholique. L’Autre Monde. Carême
1889. Paris: L’Année Dominicaine, 1889, v.XIX, p.105.
Texto original: COMENTÁRIO AO EVANGELHO DO 34ºDOMINGO DO TEMPO COMUM - Mt 25,31-46
Se autoriza su publicación citando la fuente.
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