[…] III – Esperanza en el Reino de María
El llamamiento hecho por Jesús en esta rica parábola continúa retumbando hoy en las encrucijadas de los caminos, para los buenos y para los malos, convocando a una actitud de rectitud y vigilancia. Sin embargo, jamás podremos estar con el alma enteramente pronta en la expectativa de la gran fiesta que se dará sin que practiquemos la virtud teologal de la Esperanza, tan importante cuánto las de la caridad y de la fe.
Nacimos para la eternidad y debemos tener los
ojos puestos en este último objetivo que es el Cielo. Pero, el hombre vive en
el tiempo, Dios, entonces, para alimentar nuestra Esperanza en esta vida nos
coloca frente a perspectivas más o menos próximas, que después remiten para la
eternidad.
De hecho, hoy la Providencia quiere que vivamos
en función de la esperanza del banquete para el cual Dios viene atrayendo
insistentemente a la humanidad: el triunfo del Inmaculado Corazón de María
anunciado en Fátima.
¿Cómo será posible transformar nuestra actual
situación histórica, tan alejada de Dios, en el esplendor del Reino de María en
que, según el grande San Luis María Grignon de Montfort, “las almas respirarán
a María como el cuerpo respira el aire?” [20] Sin duda, por la oración y por la
penitencia, tantas veces pedidas por Nuestra Señora, se ha de operar un
verdadero cambio de los corazones.
No debemos imaginar que tal renovación pueda efectuarse en un acto instantáneo, pero sí progresivamente, de modo que, las almas inocentes, como aquellas que reciban, por una gracia especial, la restauración de la inocencia perdida, irán poco a poco constituyendo una nueva era.
Así como por ocasión de la fiesta del casamiento
del Hijo de Dios con la humanidad, en relación al banquete del Reino de María
no podemos alegar las ocupaciones que nos sujetan al mundo. Y mucho menos
agredir a quien nos lo anuncia, en este caso, la propia Santísima Virgen, que
en Fátima nos llamó a seguir sus caminos. Tenemos que aceptar este pedido que,
más que una simple invitación, es una imposición, porque viene de Alguien
infinitamente superior a cualquier rey de la antigüedad, el propio Dios.
Estemos siempre atentos a la Palabra de Dios que
nos convida al banquete, y oigamos la voz de la conciencia en advertirnos
interiormente, con el fin de no manchar el bello vestido nupcial de la vida de
la gracia, para poder entrar en el festín eterno de visión beatífica, donde
juntamente con María Santísima, el propio Dios será nuestra recompensa
demasiadamente grande (cf. Gn 15,1).
[20] SAN LUÍS GRIGNION DE MONTFORT. “Tratado de
la Verdadera Devoción a la Santísima Virgen”, n° 217.
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