Las
parábolas sobre el Reino […] IV – La parábola de la red.
“El Reino de los Cielos es también semejante a una red lanzada al mar, que captura todo tipo de peces. Cuando está llena, los pescadores la sacan para fuera y, sentados en la playa, eligen los buenos para los cestos y desechan los malos. Así será al fin del mundo: Vendrán los ángeles y separarán los malos de los justos, y los lanzarán en la hornalla de fuego. Allí habrá llanto y rechinar de dientes”.
Continuamos oyendo a Jesús hablar en las
cercanías del mar de Tiberíades, en cuyas aguas, según informaciones de
entendidos, hay aproximadamente treinta especies diferentes de peces. El Padre
Manuel de Tuya, OP describe bien la realidad histórico-geográfica de esta
parábola, al analizar según la legislación levítica los peces que eran
considerados impuros –debido a la ausencia de escamas, etc.- y otros
clasificados como malos por ser defectuosos. Por eso, al llegar la red a la
playa, luego de ser arrastrada por los pescadores, los peces buenos eran
puestos en canastas y los malos descartados. [12]
Esta escena, tan común en la vida de sus
discípulos, es recordada por el Divino Maestro con la intención de dejarles
claro que, para participar del Reino de los Cielos, es indispensable ser buen
ciudadano en este mismo Reino, que aquí comienza con la vida sobrenatural. Sólo
así no seremos excluidos en nuestro Juicio particular y, por lo tanto, también
en el Final. “Dicho de otro modo: se compara la santa Iglesia a una red, porque
fue entregada a algunos pescadores, y todos por medio de ella son arrastrados
por las olas de la vida presente al Reino Eterno, con la finalidad que no
perezcan sumergidos en el abismo de la muerte eterna.
“Esta red reúne todo tipo de peces, porque llama
para perdonar a todos los hombres: a los sabios y a los insensatos, a los
libres y a los esclavos, a los ricos y a los pobres, a los fuertes y a los
débiles. La red estará completamente llena, o sea la Iglesia, cuando en el fin
de los tiempos haya terminado el destino del género humano. Por esto, continúa:
´la cual está llena’, etc., porque así como el mar representa el mundo, así
también las orillas del mar significan el término del mundo; y en este término
los buenos son escogidos y guardados en canastos, y los malos son lanzados afuera,
o sea, los electos son recibidos en los Tabernáculos Eternos, y los malos,
después de haber perdido la luz que iluminaba el interior del Reino, serán
llevados a las tinieblas exteriores: porque ahora la red de la Fe contiene
igualmente, como peces mezclados, todos los malos y buenos; pero en la orilla
se verá de inmediato los que están dentro de la red de la Iglesia”. [13]
No sólo según San Gregorio esta “red” puede ser
interpretada como una imagen de la Iglesia; muchos otros autores opinan en el
mismo sentido. La Iglesia se compone de justos, pero también de pecadores. El
mal que a veces encontramos en su parte humana no debe asustarnos ni
escandalizarnos; ya está previsto. No por esto la Iglesia deja de ser Santa en
su esencia, pues ella es divina. Lo que nos debe importar es buscar esta
“perla” y, encontrando este “tesoro”, abandonar todo apego para ser buenos
“peces” en esta red.
La tarea de la separación les cabrá a los ángeles,
en el día del Juicio: los buenos a la derecha, los malos a la izquierda; los
sacerdotes santos serán separados de los sacerdotes sacrílegos; los religiosos
observantes, de los sensuales; los magistrados íntegros, de los injustos; serán
recibidas las vírgenes prudentes, rechazadas las necias; las esposas fieles,
apartadas de las adúlteras; en síntesis, los elegidos serán puestos de un lado,
y los réprobos del otro.
Correspondería aquí una extensa descripción al
respecto de los tormentos eternos de los malos en el infierno, como también, y
en contraposición a éstos, de los gozos celestiales que tendrán los buenos en
la vida eterna. No faltará la ocasión para tratar sobre tan importante tema.
En la orilla, los malos peces serán separados de los buenos. |
V –
Epílogo
Jesús enseñaba a sus discípulos la esencia y las
bellezas del Reino de los Cielos, constituyéndolos en doctores. Y así, altamente
formados, debían ellos enseñar a los otros con abundancia y variedad de
doctrina, según el nivel y necesidad de sus oyentes, sin jamás ser sorprendidos
“de manos vacías”. “Porque de la misma manera que el padre de familia debe
alimentar los suyos en el mantenimiento corporal, así el doctor evangélico debe
sustentar al pueblo cristiano con el sustento espiritual”. [14]
Para nosotros es también una necesidad, cuando
tenemos otros bajo nuestra responsabilidad, emplear todos los medios de la
mejor erudición –antigua y actual- y de la más atrayente didáctica, con el fin
de instruirlos y formarlos bien.
Jesús contemplaba, en esa ocasión, el futuro de
su obra, no solamente con los conocimientos eternos de su divinidad, ni con los
de la visión beatífica de su alma en la gloria, sino a través de su experiencia
humana, y discernía los esplendores del desenlace final de todos los
acontecimientos, después de sus dramas y sufrimientos durante la Pasión. Exultaba
de alegría al ver con anticipación el triunfo de sus discípulos, de la Iglesia,
y de los buenos en general después del Juicio, como también la justicia del Padre
cayendo sobre aquellos que rechazarían su Revelación. Por esta razón, develaba
delante del público –y también de sus discípulos- panoramas del porvenir, a
veces sombríos y cargadas de gravedad, a veces con deslumbrantes y maravillosos
resplandores. Sus oyentes, a veces, se llenaban de temor y de terror, y en
otros momentos, de consolación y esperanza.
Porque el miedo es un excelente freno contra la
invitación del mal, y la esperanza es uno de los mejores incentivos para
llevarnos a Dios.
Fijemos nuestra comprensión y nuestro corazón en
las maravillas del Reino de los Cielos, y conservemos un perseverante terror de
la eternidad en el Infierno. ¡Por lo tanto, podremos ubicarnos entre los
invitados que estarán a la mano derecha de Jesús, en el Juicio Final!
[12] Cf. TUYA OP, P. Manuel de. Biblia Comentada.
Madrid: BAC, 1964, v. II, p. 321.
[13] GREGÓRIO I MAGNO, São. XL Homiliarum in Evangelia, h. 11: PL 76,
1114-1118.
[14] MALDONADO SJ, P. Juan de. Comentarios a los
cuatro Evangelios. Madrid: BAC, 1950, v. I, p. 512.
Traducido del texto original en portugués: Comentário ao Evangelho – XVII Domingo do Tempo Comum – Ano A – Mt 13, 44-52
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