[…] III – ¡Entremos a la escuela de la santidad!
Es necesario, evitar en constituir como falsos dioses la técnica, la salud, el dinero, los estudios o las capacidades personales. ¡Nada de idolatría y de orgullo! Quien establece divinidades para sí, olvidándose del Dios único, se torna ciego de Dios. Este mal es peor que la pérdida de la vista, porque el que lo padece termina por no entender las verdades que el Padre sólo revela a los pequeñitos. ¿De qué le sirve a alguien participar de una carrera, habiéndose preparado para alcanzar la máxima velocidad, si, cuando el árbitro toca el silbato, avanza con toda rapidez fuera de la pista y en la dirección equivocada? Así sucede con el desventurado que se presenta al Supremo Juez -¡aunque fuese con las manos vacías!- con las manos sucias de orgullo e idolatría.
El joven rico, por ejemplo, fue un aparente
pequeñito, que terminó por lanzarse al precipicio de la idolatría. Menos
ilustrado que los apóstoles, por no hacer parte de los seguidores de Jesús, debía,
por lo tanto mostrarse más pequeñito que ellos. Su extraordinario aprecio por
los bienes que poseía lo llevó a no oír la promesa del Señor: “tendrás un
tesoro en el Cielo” (Mt 19, 21). Fue invitado y lo rechazó porque no quiso ser
pequeñito…
Jesús con el joven rico |
Al contrario, quien se entrega por entero y
entra al discipulado de Cristo, abrazando su yugo, de inmediato siente cuánto éste
es suave y liviano. Las leyes que Él estipula proporcionan el descanso deseado,
agudizan la inteligencia, fortifican la voluntad, moderan y refinan la
sensibilidad. Ellas nos dan, sobre todo, la oportunidad de alcanzar la
felicidad para la cual somos llamados: ¡la santidad!
Seamos humildes como el Señor Jesús es la Humildad,
mansos como Él es la Mansedumbre, procurando en todas las cosas ser santos como
Él es la santidad. En la práctica de estas virtudes, a ejemplo del Divino Maestro,
encontraremos la paz y la santa alegría para nuestras almas.
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