Estábamos muertos, porque
cargábamos la herencia del pecado original cometido por nuestros padres Adán y
Eva, pero el Salvador nos obtuvo una vida nueva, infinitamente más valiosa que
la humana: la participación en la propia vida divina. Y este tesoro merece ser
tratado con especial cariño, dirigiendo nuestro amor en el rumbo correcto,
según la enseñanza de la Liturgia del Domingo de Pascua.
Por esto San Pablo nos recomienda
en la segunda lectura (Col 3, 1-4) que, una vez muertos para los vicios y
resucitados con Cristo, orientemos nuestras preocupaciones para aquello que
procede de lo alto y no para las cosas concretas que desvían los ojos y el
corazón de nuestro destino eterno, tal como los difuntos que no se ocupan más
de sus antiguos quehaceres al dejar esta tierra. ¡Cuánta agitación, fruto del
egoísmo y de la vanidad! ¡Cuánta ilusión con el mundo, los elogios, la
repercusión social! ¡Cuánta atención a la salud y al dinero! Cuidados que,
hasta en aquello que es legítimo, nos arrastran y nos oscurecen los horizontes,
y constituyen una falta contra el Primer Mandamiento, tan poco considerado en
nuestro examen de conciencia.
La alegría de la resurrección final
No obstante, tengamos presente que
Nuestro Señor Jesucristo vendrá para juzgar a los vivos y a los muertos.
Entonces, a una voz suya, en un solo instante, las almas rencontrarán los
cuerpos, auxiliadas por los Ángeles de la Guarda que se encargarán de reunir
las cenizas [12]. Mientras peregrinamos en este valle de lágrimas, recordemos
que hay apenas dos caminos al término de los cuales nos espera la eternidad
feliz en el Cielo o sufriente e infeliz, en el infierno. ¡No hay una tercera
vía!
Las santas mujeres encuentra vacío el Santo Sepulcro, luego de la Resurrección del Señor |
Luego de nuestra resurrección,
cuando finalmente salgamos de este “huevo”, la contemplación de Dios nos llenará
de tanta alegría y consuelo que no habrá más posibilidad del menor sufrimiento. Será un goce espiritual, ya que
nuestros ojos carnales no fueron hechos para ver a Dios. Sin embargo, es
necesario que el cuerpo acompañe el alma en este estado, dada la entrañada unión
existente entre ambos. Así él se tornará espiritualizado y a tal punto el alma
lo dominará que, por un simple deseo, este elaborará sus propias ropas sin
necesidad de recurrir a ilustres sastres. En el exterior traslucirán las
maravillas puestas en el interior por un don divino, según afirma San Pablo, en
la segunda lectura: "Cuando Cristo, tu vida, aparezca en su triunfo,
entonces también aparecerás con Él, vestido de gloria” (Col 3,4). La resurrección
producirá en cada bienaventurado una tan grande transformación que no nos
reconoceremos más.
Este es el futuro que nos aguarda,
tan superior a cualquier expectativa que no somos siquiera capaces de pensar cómo
será: “Cosas que los ojos no vieron, ni oídos oyeron, ni corazón humano imaginó,
tales son los bienes que Dios tiene preparado para aquellos lo aman” (I Cor 2,
9). Pidamos a Cristo Jesús que nos conceda, en su infinita misericordia, la
plenitud de la vida sobrenatural conquistada por su Muerte y Resurrección.
[12] Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma
Teológica. III, Suppl., q.77, a.4, ad 4.
Texto completo en: Evangelho domingo de Páscoa
(CLÁ DIAS, Mons. Joao Scognamiglio In: “Lo
inédito sobre los Evangelios, Vol. I, Librería Editrice Vaticana)