La Iglesia, manifestación suprema del reinado de Cristo.
El júbilo y hasta la emoción, penetran nuestros corazones cuando contemplamos estas inflamadas palabras de San Pablo: “Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola en el bautismo de agua por la Palabra, para presentar a sí mismo esta Iglesia gloriosa, sin mancha ni arrugas ni nada semejante, pero santa e inmaculada” (Ef 5, 25-27).
Sin
embargo, al analizar la Iglesia militante, en la cual hoy vivimos, con mucho
dolor encontramos imperfecciones –o peor aún, faltas veniales-, dándole
opacidad a esa gloria mencionada por San Pablo. Entre las llamas ardientes del
Purgatorio está la Iglesia sufriente, purificándose de sus manchas. E incluso
la triunfante tiene sus lagunas, porque, a excepción de la Santísima Virgen, las
almas de los bienaventurados se fueron al Cielo dejando sus cuerpos en estado
de corrupción, donde esperan el gran día de la Resurrección.
Por
lo cual, la “Iglesia gloriosa e inmaculada”, manifestación suprema de la
Realeza de Cristo, aún no alcanzó su plenitud. ¿Cuándo triunfará Cristo Rey?
¡Solamente después de ser derrotado el último enemigo, la muerte! Por la
desobediencia de Adán, el pecado y la muerte entraron en el mundo y por la
Preciosísima Sangre Redentora, Cristo infunde en las almas su gracia divina y
ahí ya se da el triunfo sobre el pecado. Pero la muerte será vencida con la
Resurrección en el fin del mundo según nos enseña el propio San Pablo:
“Porque
es necesario que Él reine, ‘hasta que ponga todos los enemigos debajo de sus
pies’. Ahora bien, el último enemigo en ser destruido, será la muerte, porque
Dios, ‘sujetó todas las cosas debajo de sus pies’” (I Cor 15, 25-26).
Cristo
Rey, en virtud de la Resurrección que Él efectuará, sacará a la Humanidad
entera de las garras de la muerte e iluminará a los que purgan en las regiones
oscuras. Cristo es Rey por ser Hombre-Dios y recibió poder sobre toda la
Creación en el momento en que fue engendrado.
De
ahí que se pueda deducir que en el purísimo claustro materno de la Virgen María
tuvo lugar la sublime ceremonia de la unción real que elevó a Cristo al trono
de Rey natural de toda la humanidad. El Verbo asumió nuestra humanidad de María
Santísima, y así adquirió el estatus jurídico necesario
para ser llamado Rey, con toda propiedad. Fue también en este mismo acto que la Santísima Virgen pasó a ser Reina. Una
sola solemnidad nos trajo un Rey y una Reina.
Ahora
sí, estamos aptos para entender y amar profundamente el significado del
Evangelio de esta solemnidad. La respuesta al pueblo y a los príncipes de los
sacerdotes que sometían al escarnio a Jesús: “Salvaste a los otros, sálvate a
sí mismo, si eres Cristo, el escogido de Dios”, como también los propios
soldados romanos en sus insultos: “Si eres el Cristo, sálvate a ti mismo”,
trasluce claramente en las premisas expuestas hasta aquí.
Ellos
eran hombres sin fe y desprovistos del amor de Dios, juzgando los
acontecimientos en función de su egoísmo y por eso llevados a olvidarse de sus
limitaciones. Ciegos de Dios, desde hace mucho tiempo alejados de su inocencia
primera, perdieron la capacidad de discernir la verdadera realidad existente
por detrás y por encima de las apariencias de derrota que rodeaban el Rey
eterno traspasado de dolor sobre el madero, despreciado por las blasfemias de
un mal ladrón. No se recuerdan más de los portentosos milagros obrados por Él,
ni de sus palabras: “¿Juzgas por ventura que Yo no puedo rogar a mi Padre y
pondría ya a mi disposición doce legiones de ángeles?” (Mt 26,53). Sí, si fuese
por su voluntad, en una fracción de segundo podría revertir gloriosamente
aquella situación y manifestar la omnipotencia de su realeza, pero no quiso,
como lo hiciera en otras ocasiones: “Jesús sabiendo que vendrían a buscarlo
para coronarlo rey, se retiró de nuevo, Él solo, para el monte” (Juan 6,15).
El Buen Ladrón (detalle de la Crucifixión, España)
Quien discernió en su substancia la Realeza de Cristo fue el buen ladrón, por haberse dejado tomar por la gracia. Extremamente arrepentido, aceptó compungido los castigos que le eran aplicados, y reconociendo la inocencia de Jesús en lo más profundo de su corazón, proclamó los secretos de su conciencia para defenderlo de las blasfemias de todos: “¿Ni tú temes a Dios, estando en el mismo suplicio? En cuanto a nosotros, se hizo justicia, porque recibimos los castigos que merecían nuestras acciones, pero éste no hizo mal alguno”. He aquí la verdadera rectitud. Primero, humildemente tener dolor de los pecados cometidos; luego, con resignación abrazar el castigo respectivo; y finalmente, venciendo el respeto humano, lucir bien alto la bandera de Cristo Rey y suplicarle: “¡Señor, acuérdate de mí, cuando entres en tu reino!”
Tengamos
siempre muy presente que sólo por los méritos infinitos de la Pasión de Cristo
y auxiliados por la poderosa mediación de la Santísima Virgen nos tornaremos
dignos de entrar en el Reino.
Fuente:
Monseñor João S. Clá Dias, EP in “Lo inédito sobre los Evangelios” Volumen II,
Librería Editríce Vaticana.
Monseñor João S. Clá Dias, EP
es fundador de los Heraldos del Evangelio.
Se autoriza su publicación
citando la fuente.
Que bueno es tener humildemente dolor por los pecados cometidos
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