¡Elevemos
nuestros corazones!
El mundo moderno está siendo arrastrado hacia la más profunda y sombría desesperación por las olas del caos, éste en buena medida organizado. Aterrorizadas ante la perspectiva de perder la salud y bombardeadas por las continuas solicitudes de la tecnología, las personas fácilmente se convierten en marionetas en manos mal intencionadas. Así, muchos se dejan guiar por la opinión dominante, vagando sin rumbo definido, de tal manera que todos se desplazan con movimiento frenético, pero pocos saben hacia donde son llevados.
Esta
situación genera una inmensa frustración interior. Por una parte, las
atenciones son captadas por el brillo artificial y seductor de las pantallas
electrónicas; por otra, el nuevo régimen del miedo fomenta sentimientos de
angustia, tristeza e incluso pavor. En consecuencia, aunque parezca paradójico,
la muerte se ha vuelto fútil y sin sentido, así como la propia existencia
humana.
Para
curar los corazones heridos por las actuales circunstancias, nuestra tierna y
servicial Madre, la Santa Iglesia, pone a nuestra disposición medios
excelentes, de una eficacia sobrenatural plena. Ante todo, la buena doctrina
católica, que nos enseña la altísima vocación del ser humano y, de modo
particular, de los bautizados. Estar llamados a la vida eterna, en una
convivencia íntima con Dios, es algo inimaginable.
Y
la Esposa Mística de Cristo posee un instrumento propicio para, no sólo
hacernos aprender, sino también degustar esa luminosa enseñanza: la liturgia.
Al acercarse el término del Año litúrgico, la liturgia de la Palabra considera
fragmentos del Evangelio relacionados con el fin del mundo y el regreso de
Nuestro Señor, porque tener ante los ojos la grandeza de la conclusión de la
Historia, así como el esplendor deslumbrante y maravilloso de Jesucristo
llegando con majestad sobre las nubes del cielo, exorciza las vivencias
cenicientas y apesadumbradas que inocula el ambiente circundante. En efecto, al
contemplar tanta sublimidad el fiel descubre la belleza de su propia vocación,
la magnificencia divina, la altísima meta reservada a cada uno.
Procuremos,
pues, sacudir de nuestro espíritu los miasmas maléficos que flotan por los
aires contaminados de nuestra triste sociedad y elevemos nuestra mente y
nuestro corazón a los horizontes grandiosos por excelencia. De este modo,
recuperaremos el ánimo, el énfasis y la determinación de buscar la santidad por
encima de todas las cosas, y llenaremos nuestros pulmones con el aire puro de
la esperanza, que nos promete, después de las luchas de esta vida, alcanzar la
cima de la bienaventuranza eterna en compañía del Buen Jesús, de sus ángeles y
santos. ◊
Monseñor João S. Clá Dias, EP
es fundador de los Heraldos del Evangelio.
Se autoriza su publicación
citando la fuente.
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