La misión de
transmitir lo intransmisible…
El Papa San Pío X, aún en medio de las innumerables ocupaciones inherentes a su condición de Pastor Universal de la Santa Iglesia, se empeñaba en dar clases de catecismo todas las semanas, a niños de las parroquias de Roma que se preparaban para la Primera Comunión, de las cuales participaban también incontables fieles. [1] Y afirmaba algo impresionante: para dictar una hora de catecismo son necesarias dos de estudio. De modo análogo, un buen predicador, encargado de dirigir ejercicios por el período de cinco días, precisa dedicar cerca de quince para organizarlos, seleccionar material adecuado y adaptarse a la psicología del público, con el fin de obtener los frutos deseados. Idéntico proceso le compete a los profesores, conferenciantes y todos los que tienen la misión de enseñar, dado que el principio general es invariable: siempre que nos cabe formar a otros debemos aprender más allá de lo que vamos a transmitir y compenetrarnos de su contenido.
Fue
lo que les sucedió a los Apóstoles: Dios los escogió para ser testigos y
difusores del Evangelio en el mundo entero, y para esto era indispensable que
se hiciesen profundos conocedores de todo cuanto habían sido llamados a
comunicar. No obstante, lo que escribieron o dijeron era un porcentaje ínfimo
en comparación con lo que vieron y vivieron. […]
Llamados a ser
modelo para el prójimo
La
Solemnidad de la Ascensión nos coloca delante de la responsabilidad recibida en
el día del Bautismo: la de ser verdaderos apóstoles, pues no somos creaturas
independientes del orden del universo, sino “fuimos entregados en espectáculo
al mundo, a los ángeles y a los hombres” (I Cor 4, 9). Vivimos en sociedad, en
un relacionamiento constante con otras personas, con nuestra familia y amigos,
en el ambiente de trabajo y donde nos movemos. Por eso, tanto en el hogar como
en una comunidad religiosa, nos acompaña la obligación serísima, sublime y
grandiosa que seamos modelo para los otros. Cada uno es llamado a representar
algo de Dios que no le cabe a ninguna otra creatura, sea ella ángel u hombre.
Predicar el Evangelio no es sólo enseñar, también es dar el buen ejemplo, mucho
más elocuente que cualquier palabra. En la vida religiosa o en el seno de la
familia, todos deben procurar vencer sus malas inclinaciones y apoyar al
prójimo, buscando su santificación.
Así
como San Pablo deseaba despertar en los efesios la esperanza de que un día
alcanzarían la gloria, la Iglesia a través de la Liturgia, quiere que sintamos
en el fondo del alma lo que Dios preparó para que disfrutemos en la eternidad,
conquistado por Nuestro Señor Jesucristo en el día de la Ascensión. ¿De qué
valen las aflicciones terrenas sobre las cosas transitorias? ¿De qué vale gozar
los placeres que el mundo puede ofrecer? ¿Acumular honras, aplausos,
beneficios, y al llegar la hora de partir dejar todo, y presentarnos con las
manos vacías delante de Dios? Aprovechemos esta Solemnidad para hacer el firme
propósito de abandonar todo y cualquier apego al pecado que nos aparte de este
objetivo y que nos quite “la esperanza que su llamado os da, […] la riqueza de
la gloria que está en vuestra herencia con los santos”. En este sentido,
conviene recordar el consejo de San Agustín: “Piensa en Cristo sentado a la
derecha del Padre; piensa que vendrá a juzgar los vivos y los muertos. Es lo
que indica la fe; la fe se radica en la mente, la fe está en los cimientos del
corazón. Mira para quien murió por ti; míralo cuando asciende y ámalo cuando
sufre; míralo ascender y aférrate a Él en su muerte. Tienes la garantía de tan
grande promesa hecha por Cristo: lo que Él hizo hoy –su Ascensión- es una
promesa para ti. Debemos tener la esperanza que resucitaremos y ascenderemos al
Reino de Dios, y allí estaremos para siempre con Él, en una vida sin fin,
alegrándonos sin ninguna tristeza y viviendo sin enfermedades”. [2]
Que
la fe y la esperanza alimenten nuestra alma en el arduo camino del cristiano de
nuestros días, y con esta llama siempre encendida enfrentaremos las
adversidades. El mandato de evangelizar nos invita a subir místicamente con
Nuestro Señor a la Patria Eterna, para donde iremos en cuerpo y alma después de
la resurrección. Pidamos por medio de Aquella que fue subida a los cielos,
María Santísima, que seamos conducidos hacia allá, celebrando exultantes este
misterio. ◊
[1]
Cf. DAL GAL, OFMCap, Girolamo. Beato Pio X, Papa. Padova: Il Messaggero di S.
Antonio, 1951, p.402.
[2]
SAN AGUSTÍN. Sermo CCLXV/C, n.2. In: Obras, op. cit., v. XXIV, p.704.
Fuente: Monseñor João S. Clá
Dias, EP in “Lo inédito sobre los
Evangelios” Volumen II, Librería Editrice Vaticana.
Monseñor João S. Clá Dias, EP
es fundador de los Heraldos del Evangelio.
Se autoriza su publicación
citando la fuente.
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