"No centrar nuestra atención y
preocupación en las cosas concretas de la tierra, sino en las de la
eternidad."
Es necesario ser conscientes de lo rápido que pasamos por esta tierra. Nuestra atención no puede fijarse solo en este mundo y olvidar el otro. ¡Cuántas veces a lo largo de los siglos hemos encontrado que cuando una nación o área de civilización decide recurrir a Dios, abriéndose a la perspectiva de la eternidad, todo lo bueno florece!
Por otro lado, cuando los hombres excluyen a Dios del
centro de sus vidas y roban su lugar, todo tipo de desastres y castigos caen
sobre ellos. Actualmente estamos en una era de inventos y magníficos
descubrimientos científicos que eran impensables en tiempos pasados. Ahora
bien, estas maravillas plantean un problema nuevo y grave para los hombres, ya
que ante ellas muchos pueden obsesionarse tanto que olvidan a Dios… Hoy en día,
con más ímpetu que antes, la inmoralidad parece querer destruir definitivamente
la moral, como lo indica la velocidad de degradación de la moda, las costumbres
y la familia.
La degradación moral se está generalizando tanto que, si
fuese ofrecido a las personas en peligro de muerte inminente, un remedio para
prolongarles sus vidas un poco más, pero exigiéndoles a cambio, la renuncia a
la impureza, sin duda alguna, una buena parte de ellas preferiría morir, antes
que perder la posibilidad de cometer ese tipo de pecado.
Quienes así lo hacen tienen, en el fondo, un espíritu en
el que prevalece una desobediencia deliberada a los Diez Mandamientos, ya que
sus ojos están puestos en las cosas de abajo y no en las de lo alto. Con ellos
sucederá también lo que expresa la primera lectura de hoy del Eclesiástico: “Un
hombre que trabajó con inteligencia, competencia y éxito se ve obligado a dejar
todo en herencia a otro que no hizo nada, esto también es vanidad " (Ecl
2, 21).
El significado etimológico de la palabra vanidad es
vacío. Quien vive buscando ganancias, imaginando con ellas para llenar su
propia alma, corre tras un vacío.Monseñor João S. Clá Dias, EP
Cuando hacemos un viaje definitivo a otro país, tenemos
la posibilidad de llevar con nosotros todas nuestras pertenencias. Sin embargo,
cuando dejamos este mundo, pasando por el Juicio, hacia la eternidad, no
podemos llevar nada, ni siquiera nuestra propia ropa, porque permanece en la
tumba, con el cuerpo, y se convierte en alimento de gusanos.
Entonces, será mejor invertir el capital en el tesoro
espiritual para que podamos llegar al otro lado mucho más afortunados. Es el
consejo que se nos da hoy: no centrar nuestra atención y preocupación en las
cosas concretas de esta tierra, sino en las de la eternidad, que se obtienen aceptando
la advertencia de san Pablo a los colosenses en la segunda lectura de la
Liturgia de este domingo: "Hacer morir en ti lo que pertenece a la tierra:
inmoralidad, impureza, pasión, malos deseos, avaricia" (Col 3, 5).
En consecuencia, el problema no está en tener o no tener,
sino en ser rico delante de Dios. Y para esto, es necesario no ser sentimental,
no ser vanidoso, no querer el elogio de los otros, no buscar el dinero con
codicia, no ser orgulloso. Ser rico delante de Dios es, en realidad, no ser
pretencioso, sí ser abnegado. Ser rico delante de Dios es tener mucha fe. Esta
es la riqueza para la cual Jesús nos invita.
Para alcanzar tal meta, no existe otro camino sino el de
la vida de oración, donde encontraremos las gracias necesarias para llegar
felices a la eternidad. Practicar la virtud, procurando ser bueno con los otros
y queriendo nuestro auténtico bien personal, he aquí la preparación para este
viaje sin retorno, viaje que no necesita pasaporte, cédula de identidad,
tarjeta de crédito, ni visa de entrada. La entrada va a depender, eso sí, de
una vida agradable a Dios y enteramente fiel a su Ley.
Fuente: CLÁ DIAS EP, Monseñor João Scognamiglio. In “Lo inédito sobre los Evangelios”,
Volumen III Librería Editrice Vaticana.
Se autoriza su publicación citando la fuente.
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