«Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios» (Mt 5, 9). La séptima bienaventuranza promete el premio por excelencia, porque la filiación divina es la gracia más excelsa que un ser racional puede recibir. ¿Qué habría más elevado que ella? ¿Cómo medir la grandeza de ser miembro efectivo y real de la familia trinitaria? ¿Qué dignidad supera a la de pertenecer al linaje divino como coheredero de Cristo y miembro de la asamblea de los santos que claman por los siglos infinitos «¡Abba, Padre!» (Gál 4, 6)?
Sin embargo, para
obtener tal dádiva, hace falta ser pacífico. ¿Qué significa eso? De la
reflexión hecha sobre el Evangelio del sexto domingo de Pascua podemos sacar
algunas conclusiones útiles para nuestra vida espiritual.
Ser pacífico quiere
decir vivir en el amor y en la obediencia a Dios, cumpliendo sus sapienciales mandamientos.
Así, el hombre pacífico es ante todo un guerrero intrépido, inflexible y
persistente, un soldado que nunca vuelve a envainar su espada, sino que se
mantiene en estado de vigilancia, sin fatigas ni relajamientos.
En efecto, ¿cómo se
logra el dominio sobre las pasiones rebeldes sin disciplina? Es una quimera pensar
que, liberando sus instintos animalescos, el corazón humano se vuelve libre. Al
contrario, no hay esclavitud más vil y humillante que la de la concupiscencia,
como se constata a diario en un mundo donde la permisividad casi no tiene
límites. Por lo tanto, es menester empuñar vigorosamente la espada de la
observancia.
Tampoco es tarea
fácil someter nuestra caprichosa voluntad a la razón iluminada por la fe, ni
doblegar nuestra presuntuosa inteligencia ante la luz de la sabiduría infinita
que la supera. ¡Cuánta humildad y determinación se necesitan para obtener la
verdadera paz! ¿Y quién alcanzaría esta victoria sin las virtudes de la
mansedumbre y de la fortaleza? Por eso se hace indispensable la ascesis, el
ejercicio espiritual, la lucha constante y feroz contra nuestros criterios
erróneos y nuestros vicios.
Además, si sopesamos
las seducciones de un mundo sumido en la dulzura y la sensualidad, ¿dónde
hallaremos fuerzas para sobresalir entre la multitud y erguir casi nosotros
solos la bandera del idealismo? Y a todo esto se suman las tentaciones del
demonio, nuestro incansable y astuto enemigo... Entonces, ¿quién podrá ser
pacífico?
La solución, querido
lector, se encuentra en el título de este artículo [“Espíritu de amor y de paz”].
Se trata de la tercera Persona de la Santísima Trinidad, el Amor del Padre y del
Hijo, el fuego divino capaz de consumir nuestras miserias y encender la llama
del puro amor en nosotros. Sí, solamente la gracia del Espíritu Santo
transformará pusilánimes en indómitos combatientes bajo las órdenes del
Príncipe de la paz.
El Consolador nos
enseñará el auténtico significado del amor, que no consiste en la satisfacción de
instintos descontrolados e interesados, sino en la entrega generosa y total a
Dios y a nuestros hermanos. Una vez inundados de santa caridad, seremos capaces
de renunciar a nosotros mismos, oponernos al espíritu del mundo y rechazar las
pérfidas sugerencias de Beliar. De esta manera, nos volveremos verdaderamente
pacíficos, sometidos al Señor, en orden con nuestra conciencia y esclavos de
amor del prójimo.
Invoquemos al divino
Paráclito con determinación y perseverancia, seguros de que nuestro
clementísimo Padre jamás le negará su Espíritu a quien se lo pida. Y oremos por
la venida de un nuevo Pentecostés marial, pues por medio de Nuestra Señora será
derramada esa gracia en nuestros corazones.
Así expresa el Prof.
Plinio Corrêa de Oliveira ese anhelo en una oración que compuso: «María Santísima, Hija predilecta de Dios
Padre, Madre admirable de Dios Hijo y Esposa fidelísima del Espíritu Santo, os
suplicamos: logra especialmente del Paráclito que sople con toda la majestad,
toda la fuerza, todo el calor de su gracia sobre los hombres, hoy tan sujetos
al imperio de Satanás, de sus ángeles de perdición y de los obradores de
iniquidad que tiene esparcidos por todo el mundo. Así serán creadas nuevas maravillas
de Dios y será renovada la faz de la tierra, condición esencial para que sea
auténtico, irradiante de gloria y duradero por los siglos vuestro Reino
maternal sobre los hombres».
El Espíritu de amor y
de paz es nuestra esperanza, nuestra única solución, nuestra certeza de la
victoria.
Fuente: Revista Heraldos del Evangelio, n° 226, mayo de 2022.
Monseñor João S. Clá Dias es fundador de los Heraldos del Evangelio.
Se autoriza su publicación citando la fuente.
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