Una sordera peor que la
sordera física.
El milagro de la cura del
sordomudo nos alerta contra la peligrosa perspectiva de una sordera mucho peor que
la física: el cierre de nuestras almas a la voz de Dios. […]
El remedio: aproximarnos a
Él
A esta altura nos
preguntamos: “¿Cuál es el remedio para eso?” Lo encontramos en el Evangelio de
este domingo 5 de septiembre: el sordomudo es presentado a Jesús, pues sólo el
poder de Dios es capaz de sanar a quien llega al estado de sordera y de mutismo
espiritual. Por tanto, no se trata de huir de Él, sino de buscarlo. A aquel,
Nuestro Señor lo llevó aparte. Detalle simbólico, porque en medio del tumulto
del mundo, de las atracciones de la sensibilidad y de las ilusiones del
demonio, es imposible para un sordo darse cuenta de su situación espiritual. Por
eso, es necesario sacarlo de ocupaciones moralmente peligrosas, apartarlo de
las malas relaciones, llevarlo a desprenderse de todo lo que lo aleja de Dios.
Es decir, la primera condición para la curación es unirse a Dios y apartarse
del mundo.
Para perseverar frente
la decadencia moral de la sociedad contemporánea, es indispensable no abandonar
nunca la mano extendida de Cristo y pedir que el dedo divino, símbolo de su
poder, sea puesto en nuestros oídos. Además, pidamos una infusión de la
sabiduría de Nuestro Señor, representada por su saliva, porque sin ella sería
inútil recuperar la audición y el habla.
Jesús nos toca, a
través de los Sacramentos. ¡Si Él curó con la saliva, imaginemos cual no será
el efecto de la Eucaristía –que es Él en substancia-, si la recibimos con fe y
apertura de alma!
¡Recuperada la voz,
hablemos de Él para todos!
Finalmente, no nos
olvidemos que Él, “mirando hacia el Cielo, suspiró”. Es la manifestación de su
deseo de que tengamos nuestros ojos continuamente elevados. ¡Sólo así –a la
orden de Él, “¡Efetá!”- es que los oídos se abren y la lengua se suelta para comenzar
a hablar sin dificultad! Como aquellos que presenciaron el portentoso milagro
del Evangelio, debemos salir difundiendo sus maravillas para poner al mundo
entero al tanto de la misericordia usada para con nosotros, como la mejor
manera de reparar nuestras faltas y ser agradecidos con Aquel que nos sanó. Sobre
todo, nunca guardemos en el fondo del alma lazos con la fuente de nuestras
maldades y con ocasiones que nos llevan a pecar.
Que la Santísima
Virgen nos obtenga la gracia de no caer nunca en el terrible defecto de guardar
silencio sobre las cosas de la Fe, y aun cuando tengamos que ocuparnos de
asuntos secundarios de nuestras obligaciones, hagámoslo siempre con deseos de
pronto volver a horizontes más elevados y sublimes.
Fuente: Comentário ao Evangelho 23º Domingo do Tempo Comum – Ano B – por Mons. João Clá Dias