[…] III – La alegría por
la gracia fraterna
“Mis caminos están encima de vuestros caminos y mis pensamientos encima de vuestros pensamientos, más
está el Cielo encima de la tierra” (Is 55, 9), dice el Señor por los labios de
Isaías en el trecho escogido para la primera lectura de este domingo. El
lenguaje empleado por el profeta sugiere una idea de la inmensidad existente
entre las cogitaciones divinas y las humanas; no obstante, la imagen es pobre,
pues en realidad hay una distancia infinita.
Si no somos alimentados con gracias místicas
especiales, jamás alcanzaremos vivir a la altura de nuestra condición de
bautizados, o sea en una actitud de alma siempre atenta al mundo sobrenatural.
Se trata de un plano tan superior a nuestra fragilidad que, atraídos por las
cosas concretas, fácilmente volvemos la mirada hacia abajo, resbalamos y caemos.
Mantenernos siempre en ese estado de espíritu elevado sin el auxilio de la
gracia es tan imposible como alguien que intente caminar el día entero como un
bailarín, tocando el piso apenas con las puntas de los pies.
Por lo tanto, nos cabe combatir la tendencia de
entregarnos a un ateísmo práctico por el cual deseamos guiarnos solamente por
aquello que nuestros sentidos y razón indican, sin remontarnos a la
Providencia. El resultado de tal desvío puede ser visto en el mundo actual, una
Babel de caos y mentira donde todo invita al pecado porque evolucionó
divorciada de Dios. En efecto, no fue por la acción de gracias místicas que el
hombre inventó el avión, la internet, los extraordinarios equipos hospitalarios
actuales y tantas otras maravillas de la técnica, sino por la mera aplicación
de su inteligencia. Con la finalidad de no dejarnos impresionar por el delirio
de las sensaciones proporcionadas por esta situación, debemos recurrir a Aquel
que “está cerca de la persona que lo invoca”, como nos lo recuerda el Salmo
Responsorial (cf. Sl 144, 18), con la seguridad que el Señor se encuentra
dentro de cada uno de nosotros. Para ser oídos, nos basta recogernos y
dirigirnos a Él en nuestro tabernáculo interior.
Todos estamos obligados a la práctica de la
virtud, por el simple hecho de tener un alma criada y redimida por Dios. A Él
debemos devolverle lo que le pertenece, cumpliendo los Mandamientos y evitando
a cualquier precio el pecado. Sin embargo, nos equivocaríamos si imaginásemos
que el Cielo se obtiene exclusivamente por el esfuerzo personal. Las realidades
celestiales superan tanto nuestra pura naturaleza que jamás alguien podría
conquistar la participación en la bienaventuranza eterna, si no fuese por
clemencia del Creador.
No olvidemos: en la parábola, todos los
operarios acuden al llamado del propietario y se entregan al trabajo. Por esto,
cada uno gana al final de la jornada una moneda de plata.
¡No obstante, cuántos hay en la Historia que se niegan a “trabajar en la viña”, o lo hacen de modo tan negligente que reciben como paga el castigo eterno!
Grabemos en el fondo de nuestras almas la
convicción de que, al término de este período de esfuerzo iniciado cuando Dios
nos convocó para su ejército, también pasaremos delante de Él y obtendremos o
no el premio celestial. Si anhelamos ser objeto de su magnanimidad, vivamos con
la mirada y el corazón fijados en las maravillas del Reino de los Cielos, en
Jesús y María Santísima, y amemos la bondad que ellos, de manera desigual,
manifiestan en relación a cada uno de sus hijos.
Quien se entristece o se rebela al ver la
dadivosidad de la Providencia derramarse sobre los otros peca por envidia de la
gracia fraterna. En la Liturgia de este domingo, Nuestro Señor nos invita
exactamente a lo opuesto de esto: a la alegría por la gracia fraterna, al júbilo
por la benevolencia divina concedida a nuestros hermanos. [²]
[2] Cf. SAN LUIS MARIA GRIGNION DE MONTFORT. Traité
de la vraie dévotion à la Sainte Vierge, n.47. In: Œuvres Complètes. Paris: Du Seuil, 1966, p.512-513.
* Mons. Joao Clá, EP es fundador de los Heraldos del Evangelio.
Fuente: Revista Heraldos del Evangelio, Septiembre de 2020.
No hay comentarios:
Publicar un comentario