[...] La secuencia de parábolas presentada en el Evangelio de este domingo surge delante de nosotros como un prisma desde cual la Historia de la Salvación, gana un colorido especial. Para rescatar la humanidad perdida por el pecado, el Buen Pastor asumió nuestra naturaleza, murió en la Cruz, y de su lado abierto por la lanza nació la Iglesia, auténtico redil de Cristo, en el cual los hombres son introducidos, por las aguas del Bautismo, dándoles la superior dignidad de tornarse hijos de Dios. Dóciles a la gracia, los hombres produjeron frutos a la altura de su condición de herederos del Cielo, construyendo una civilización basada en las enseñanzas del Evangelio.
Sin embargo, con el paso del tiempo la humanidad
comenzó a menospreciar esa filiación divina y se fue apartando del Padre
celestial. En nuestros días, muchos son los que viven como si Él no existiese.
Entregándose al pecado, disiparon los tesoros que les habían sido confiados con
la venida de Nuestro Señor Jesucristo al mundo, y caminaron de desvarío en
desvarío.
Si trazásemos un paralelo entre la humanidad
actual y el hijo pródigo, con tristeza veríamos no estar muy distantes del
estado en el cual, reducido a la completa miseria, el joven se quiso alimentar
con las bellotas de los puercos. Permitiendo que los hombres caigan en los
horrores de un mundo contrario a la virtud, Dios espera pacientemente el
momento exacto para concederles las luces de su misericordia, a través de una
acción del Espíritu Santo. Tal acción les hará ver con claridad su deplorable
estado y les suscitará las nostalgias de las maravillas de la gracia,
abandonadas hace siglos.
Los símbolos, no obstante, siempre claudican en
relación a la realidad, y la fe nos hace pensar que el futuro de los hombres
superará ampliamente el desenlace de la parábola, sobre todo por causa de un
elemento. En la narración, no aparece una figura que en la Historia tiene un
papel fundamental: María Santísima, a quien Dios constituyó Abogada y Refugio
de los pecadores, Madre de los hombres.
Cuando la humanidad pródiga comience a emprender
el camino de vuelta, esta Madre vendrá a su encuentro y la recibirá con ilimitada
bondad. Bastará entonces, que le sea dirigida la súplica humilde y confiante:
"Pecamos contra Dios y contra ti; ya no merecemos ser llamados tus hijos.
Trátanos cómo si fuésemos siervos". Ella misma intercederá, entonces,
junto a su Hijo, llevándole el pedido de clemencia. En ese momento en que los
hombres se presenten delante del trono de la Divina Misericordia, colocándose
en la condición de esclavos de la Sabiduría Eterna y Encarnada, por las manos
de María, estará concedido el perdón restaurador.
Y así como el padre festejó al joven
arrepentido, Dios tratará como hijos predilectos a aquellos que se entreguen
sin reservas, y promoverá la conmemoración inaugural de un nuevo régimen de
gracias en el plan de la salvación: el Reino de María, era histórica de la misericordia
constituida por almas que, reconociéndose pecadoras, se habrán dejado
transformar por la fuerza del perdón.
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