Si
queremos ser santos, debemos ser sal y luz del mundo
El Evangelio de este domingo [V Domingo del Tiempo Durante el Año] expresa con mucha claridad la obligación que tenemos de cuidar nuestra vida espiritual no sólo por el deseo de la salvación personal. Sin duda, es menester abrazar la perfección para contemplar al Creador cara a cara por toda la eternidad en el Cielo, el más precioso don que podemos obtener; y necesitamos ser virtuosos, porque lo exige la gloria de Dios, para tal fuimos creados y de esto prestaremos cuentas. ¡No obstante, Nuestro Señor Jesucristo nos quiere santos también con el fin que seamos la sal y luz para el mundo! Por tanto, debemos esforzarnos por hacer el bien a los demás, ya que tenemos la responsabilidad de hacerles la vida más agradable, apoyándolos en la fe y en el propósito de honrar a Dios. Son ellos acreedores de nuestro apoyo colateral, como miembros del Cuerpo Místico de Cristo.
Y seremos luz en la medida en que
nos santifiquemos, ya que la Escritura nos enseña: “El ojo es la luz del
cuerpo. Si tu ojo es sano, todo tu cuerpo será iluminado” (Mt 6, 22). De este
modo, nuestra diligencia, aplicación y celo en el cumplimiento de los
Mandamientos servirá al prójimo de referencia, de orientación por el ejemplo,
haciendo que se beneficie de las gracias que recibimos. Seremos así acogidos
por Nuestro Señor Jesucristo, en el día del Juicio, con estas consoladoras
palabras: “¡En verdad yo les digo: todas las veces que hicieran esto a uno de
mis hermanos más pequeñitos, lo habrán hecho también conmigo!” (Mt 25, 40).
Al contrario, si soy orgulloso, egoísta o vanidoso, si
solamente me preocupo en llamar la atención sobre mí, significa que me convertí
en una sal sosa que ya no sala más, y privo a los otros de mi amparo; si soy
prejuicioso, significa que apagué la luz de Dios en mi alma y ya no proporciono
la iluminación que muchas personas necesitan para ver con claridad el camino a
seguir. Y debo prepararme para oír la terrible condenación de Jesús: “En verdad
les digo: todas las veces que dejaron de hacer esto a uno de mis pequeñitos,
fue a Mí que lo dejaron de hacer” (Mt 25, 45).
En resumen, tanto la sal que no sala como la luz que no
ilumina son fruto de la falta de integridad. El discípulo, para ser sal y para
ser luz, debe ser un reflejo fiel de lo Absoluto, que es Dios, y por lo tanto
nunca ceder al relativismo, viviendo en la incoherencia de ser llamado a
representar la verdad y hacerlo de forma ambigua y vacilante. Procediendo de
esta manera, nuestro testimonio de nada vale y nos transformamos en sal que
sólo sirve “para ser tirada a los caminos y ser pisada por los hombres”. Quien
convence es el discípulo íntegro que refleja en su vida la luz traída por el
Salvador de los hombres.
Pidamos entonces, a la Auxiliadora de los Cristianos que
haga de cada uno de nosotros verdaderas antorchas que arden en la auténtica
caridad e iluminan para llevar la luz de Cristo hasta los confines de la
Tierra. ◊
Fuente: Monseñor João
S. Clá Dias, EP in “Lo inédito sobre los Evangelios” Volumen I, Librería Editrice
Vaticana.
Monseñor João S. Clá Dias, EP es fundador de los Heraldos del Evangelio.
Se autoriza su
publicación citando la fuente.
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