[…] El ilimitado amor de Dios nos llena de confianza.
La Liturgia de este domingo nos debe estimular a una confianza extraordinaria en la Providencia, pues, una vez unidos a Jesús, podemos decir con San Pablo, en la segunda lectura de este día: “¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Tribulación? ¿Angustia? ¿Persecución? ¿Hambre? ¿Desnudez? ¿Peligro? ¿Espada? ¡En todo esto, somos más que vencedores, gracias a Aquel que nos amó! Tengo la certeza de que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los poderes celestiales, ni el presente ni el futuro, ni las fuerzas cósmicas, ni la altura, ni la profundidad, ni otra criatura cualquiera, será capaz de separarnos del amor de Dios por nosotros, manifestado en Cristo Jesús, Nuestro Señor” (Rm 8, 35.37-39). El Apóstol, que ya pasó por todas esas probaciones, conservaba la fuerza de alma, el celo apostólico y el fuego para desear conquistar el mundo porque sentía el amor de Dios incidir sobre él. Si consideramos que el Padre promovió la Encarnación de su Unigénito, igual a Él, en nuestra miserable naturaleza, para sufrir indeciblemente y obtenernos la salvación, tendremos una idea de la magnitud de este amor.