“Una invitación a la confianza”
A diferencia de otras tumbas, la de Lázaro era excavada en roca no en sentido horizontal, sino en el suelo y verticalmente. Para llegar al lugar donde habían depositado el cuerpo de Lázaro, era necesario descender un buen número de escalones. En torno al sepulcro, estaban todos con grandes expectativas, porque los antecedentes pronosticaban un acontecimiento portentoso.
Con magna autoridad Jesús ordena, para espanto de los
circunstantes: “Saquen la piedra”. Marta siempre criteriosa, no resiste en
considerar que el cadáver ya estaría en descomposición después de cuatro días.
“Señor, él ya huele mal…” (v. 39). Magistral es la respuesta de Jesús: “¿No te
dije que si crees, verás la gloria de Dios?” (v. 40).
Bellísima oración de Nuestro Señor Jesucristo, con el
sepulcro ya abierto, el mal olor hiriendo las narinas de los presentes, la
atención no podría ser más intensa. Él reza no por necesidad, “pero hablé así
por causa del pueblo que está alrededor de mí, para que crean que tú me
enviaste” (vv. 41-42).
Por un simple deseo suyo, la lápida habría vuelto a la nada
y Lázaro surgiría a la puerta del sepulcro, rejuvenecido, limpísimo y
perfumado. Era, sin embargo, conveniente que constase a los ojos de todos la
potencia de sus órdenes: “gritó con voz fuerte “¡Lázaro, sale para afuera!”
Dos portentosos milagros se realizaron, no sólo el de la
pura resurrección. Lázaro estaba enfajado de la cabeza a los pies, impedido de
caminar; sin embargo subió por la escalera que daba acceso a la entrada del
sepulcro, estando hasta con un sudario en el rostro. Imaginemos la
impresionante escena de un difunto subiendo escalón por escalón, sin libertad
de movimientos y sin ver, pero ya respirando con visibles señales de vida.
“Desátenlo y déjenlo ir” (v. 44) es la última voz de comando
del Divino Taumaturgo.
Nada más relata el evangelista; ninguna palabra al respecto
de Lázaro o de las manifestaciones de alegría de sus hermanas; solamente sobre
la conversión de “muchos judíos que habían ido a visitar a María y Marta” (v.
45).
Escapa a la Liturgia de este domingo la traición de algunos
que, ciertamente indignados, “fueron a ver a los fariseos” (v. 46) llevando al
Sanedrín a decretar su muerte (v. 53), tema éste considerado con cuánta
profundidad durante la Semana Santa.
* * *
Aquí está el poder de Cristo manifestado en pleno esplendor
para alimentarnos en nuestra fe. Esta Liturgia nos invita a una confianza mayor
que la del centurión romano; o sea, es preciso creer en Jesús con un ardor marial. Si la Santísima Virgen estuviese al lado de las hermanas, seguramente
–además de aconsejarles a aguardar con paz de alma la llegada de su Divino
Hijo- les recomendaría a ambas que procurasen hacer “todo lo que Él les
diga” (Jo 2, 5).
Por mayores que sean los dramas o aflicciones en nuestra
existencia, sigamos el ejemplo y la orientación de María, creyendo en la
omnipotencia de Jesús, compenetrados de las palabras de San Pablo: “Todas las
cosas confluyen para el bien de aquellos que aman a Dios, de aquellos que,
según su designio, fueron llamados” (Rm 8, 28). ◊
Fuente: Monseñor João
S. Clá Dias, EP in “Lo inédito sobre
los Evangelios” Volumen I, Librería Editrice Vaticana.
Monseñor João S. Clá Dias, EP es fundador de los Heraldos del Evangelio.
Se
autoriza su publicación citando la fuente.
Ilustración: La resurrección de Lázaro.
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